Juegos de niños para adultos malcriados

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Juegos de casa

Las casitas

El juego de las casitas dura el tiempo que los niños y niñas, padres y madres en esta obra, demoren en armar el hogar de cocinitas, miniaturas de enceres, vajillas de estilos dispares, animales de granjas de otro juego, huidos de sus pesebres, que pastan entre los cacharros de la casita, en un surrealismo de un sueño de Dalí.

Cuando se reparten los libretos, personajes de la familia acuclillada alrededor de la carpa del liliputiense hogar, el juego ha terminado. Se trataba de hacer la casa, construirla. Vivir, vivir la vida es un juego tremendo que ya vendrá después.

Veo veo

Se debe jugar al Veo veo en salas de estar atiborradas de adornos, con paredes extenuadas del peso de cuadros sin autores y vitrinas gobernadas por muñecos de yeso, acatarrados por el polvo inalcanzable de la altura.

Veo veo, qué ves, una cosa…

En los días de apagón o noche adelantada, no nos queda más remedio que el cariño, cantado por boleros familiares. Y todos quieren jugar al Veo Veo, cuando nada nada se ve.

Palitos chinos

Vale el negro. El negro salva. Del derrumbe de colores uno a uno se juega el juego de los palitos chinos. Al niño que le tiemble la mano le irá mejor con el Nintendo.

Los yaquis

La sinfonía contra el suelo, música de los doce yaquis esparcidos, comienza la fiesta de salvar los diminutos seres de paticas cruzadas. Primero vamos al rescate de dos, de tres, de cuatro, hasta que los doce vuelven a la mano, sudada del empeño. La niña de diminuta mano no encuentra cómo dar cabida en ella a la pelotica saltarina y a los doce yaquis en la última jugada. En el piso de la casa dominical, después del baldeo sanador, los yaquis bailan su concierto en una amplitud reconfortante. El juego de yaquis convoca a los varones recalcitrantes, que no quieren doblegar su virilidad, al lanzamiento de la pelota, como de gelatina, suave. Después del primer juego, llega el descubrimiento varonil de que los yaquis son tan rudo juego de los reflejos como cubrir la ardiente tercera base del béisbol.

La prenda

En el campo cubano, en los bateyes y pueblos, se acompañaba la noche en las pobres casas, si se tenía fortuna, junto a un noble radio de hablar entrecortado. Si la gente era de medio vivir prefería reuniones de espiritismo o juegos tan simples como la prenda, en el que ni se grita ni se ofende al contrincante porque no hay oponente ni porfía.

La prenda fue primero juego de adultos de diminutas villas hasta convertirse en recreo de niños y niñas de grandes ciudades.

La delicada prenda, anillo, arete o piedrecita, se toma entre las manos y se pasea de jugador en jugador, guardada entre las palmas unidas como quien la ofrece a cada pretendiente, pero solo uno la recibe y deberá tenerla, atesorarla, si el rubor se lo permite sin delatarse ni arrepentirse.

Este juego, dulce e inocente, de cuando la gente era más buena que el boniatillo, también puede ser –bien jugado– el primer lance de amor de un joven desesperado.

La Ouija

La Ouija y otros juegos de adivinación o espíritus llevados y traídos son preferidos por adolescentes morbosos interesados por la muerte, como en otro momento se entusiasmarán por el sexo y el dinero o ya antes por el deporte o la moda.

Como la Ouija debe espantar, las tinieblas son imprescindibles y los ánimos agitados y la predisposición al miedo y a lo horrible.

Mienta o no mienta, la Ouija acierta, porque los jugadores leerán en su deletreo funerario acontecimientos vividos o creídos que les pondrán carne de gallina y el corazón de ratón.

En los delirios nocturnos de soledad y corruptela que se desabrochan en colegios, becas o campamentos agrícolas, donde cientos de jóvenes conviven, la Ouija tiene el éxito de una bomba de ramillete en una plaza cundida de gente apretujada.

De la explosión quedarán ilesos los que no crean ni en su ombligo o los que sepan que la muerte no habla ni consigo misma.

La gallinita ciega

Para abrazar a amigos, para tocar justificadamente al enamorado o la enamorada, se recomienda jugar a la gallinita ciega. Los pañuelos de tejidos muy finos obligan al vendado enceguecido a cerrar los ojos, para no descubrir los bultos gritones de finta en finta. En las fiestas donde aparecen invitados desconocidos la gallinita ciega salva las presentaciones con el toqueteo.

En las habitaciones de los amantes, jugadores empedernidos, el cloqueo desesperado de la gallina ciega endulza la persecución, hasta el último tacle de amor.

Los ahorcados

Los niños están jugando a los ahorcados.  Ya se ha pedido la A y de la nada ha surgido, como divino, un trazo sobre el papel mal rasgado de lo que –dice el pintor– será el tronco curvado de un árbol que solo crecerá si lo cantado por el adivinador no pertenece a la palabra descuartizada en pequeñas rayas que descubren la cantidad de letras que la forman.

Han desfilado todas las vocales y las más comunes consonantes. Ya sospecha el jugador con cara de burlado y al otro lado de la palabra fragmentada, que al leerla parece más queja que concepto o sustantivo, aparece clara la intención de patíbulo del árbol que colgará al ahorcado.

Las damas

Han venido saltando a dar las voces oscuras, como son malas noticias, de que un ejército de guerreros encarnados ha devorado en el campo de batalla a todas nuestras fuerzas de negros caballeros.

Antes de morir por la fatiga, el mensajero dejó el aterrador delirio de su última historia: ‟los rojísimos monstruos enemigos se tragaban- el caballo incluido- a nuestros soldados uno a uno, solo con brincar con sus corceles de fuego sobre los confundidos jinetes, así desaparecidos”.

El parchís

En las tardes de invierno o frente frío, si no tienes una taza de chocolate y crujientes biscochos, tesoro o rareza de lo más alto del mueble de la cocina, juega al parchís.

Los dados del parchís no se lanzan desde el temblor por el dinero o la borrachera de los hombres, que saben hacer que salga siempre el número ganador, sino desde la carcajada de las piernas cruzadas. El parchís veraniego se acompaña con la limonada y el abaniqueo que sopla y vuela las fichas de los jugadores en un mar de colores sin dueño.

Como el parchís es un juego de azar se puede conversar de inauditas frivolidades mientras se espera el recorrido de los dados sobre la mesa o el suelo. En el parchís nos “comemos” a nuestros mejores amigos y nos quedamos “dormidos” porque no sale el número perfecto.

Soldaditos

No hay bandera ni general que seguir en el juego de los soldaditos. Ejércitos multicolores en alianzas a media luz, entre la sala y el baño, debajo del librero la emboscada, el francotirador apoyado donde debiera ir el cigarro en el cenicero.

Los carros de combate cubren el fuego de una aviación del futuro mientras naves espaciales derriten al enemigo con rayos que son el silbido del niño jugador. De pronto, entre portaviones, submarinos a secas, sin su mar, y explosiones de bulla, la llamada a comer y la traición brutal, deserción militar del verdadero y único último mohicano. Su ejército dormía la inocencia de la paz cuando el padre descuidado pisó el fuerte indio, en su apuro por llegar a la sopa humeante sobre la mesa del comedor.

Las cuquitas

La Barbie es la cuquita tridimensional. El entrenamiento femenino para ser madre, esposa, cocinera y paciente de toda la paciencia, pasaba una vez por vestir y desvestir las tambaleantes muñequitas de fina cartulina. Coleccionar cuquitas milicianas, bañistas, elegantes cuquitas de noche, era jugar a adelantar la vida, como hacen los cachorros de felinos cuando cazan la cola nerviosa de la madre. Todas las Barbies son iguales, padecen la rigidez cadavérica del maniquí, la elegancia delgada de las mujeres incómodas. Cada cuquita tenía su propia mirada y cabía en la libreta de la niña pobre y hacía tierna y buena a la niña rica.

Ponerle el rabo al burro

Las fiestas de cumpleaños siguen rituales insustituibles. Ponerle el rabo al burro es un momento de la puesta en escena que los padres han proyectado para sus hijos. Una fiesta de cumpleaños es una invención de los adultos para niñas y niños nunca consultados sobre sus gustos.

Debe haber un payaso que haga llorar de miedo a los bebés y que duerma al resto del público infantil. Debe haber una piñata, aunque la economía doméstica obligue a llenarla de papelitos de colores salteados con algún bombón.

Soplar las velitas y picar el cake son los actos centrales que se acompañarán por la canción coreada después del uno, dos y tres.

La habilidad de ubicar a ciegas el lugar exacto donde debe ir el rabo del burro es una aptitud poco compartida. Las largas filas de niños que esperan su turno para vendarse los ojos y probar la memoria sobre el burrito mocho, convertirán al pobre y risueño animal en un monstruo saeteado, de largas orejas y cola movediza.

Foto: Kaloian.
Foto: Kaloian.

Juegos de calle

El trompo

Liberado en un pronto por la cuerda, manchada de idas e idas, se va el trompo. En la mano la cosquilla de hierro hasta el cansancio y agitado termina, de lado en el contén de la carcomida acera. Las casas, la ciudad de mareo, quedan empobrecidas en cada vuelta del trompo. Él ha visto en los meses del embullo, antes que las bolas y los papalotes tengan su temporada, al niño que lo aprieta, hacerse hombre. Año a año la caricia más al libro o a la novia, que al trompo.

Otros juegos de vueltas han triunfado en la fiesta de los niños pero el trompo se carga en el bolsillo, no como el Tío Vivo, que está siempre enterrado en la gravilla fría del parque anochecido.

Telepón

Ha llegado el desastre de las lombrices, caracolitos y otros bichitos buenos. El telepón, punzón de niño, arma enfangada, cae mil veces en el día, hasta la tarde que no deja ver quién gana. Desde la frente, desde la nariz, desde la boca, las piruetas del telepón. En el mismo lugar empolvado de la memoria de los barrios pobres, vigila el telepón, con la ronda, la prenda, los cogidos, para volver cuando seamos simples como el viento.

El quemao

Los niños buenos no saben cómo jugar al quemao. El amiguito acorralado mira, con el desespero de la guerra, que será acribillado con la cabeza proyectil, muñeca decapitada en la adolescencia de las mujeres. La amistad está a prueba y la valentía. En la barbarie infantil, práctica de la muerte, se puede presenciar el paredón, infame pena para el que golpea a un jugador por encima de los hombros.

El Hula hula  

¿El remeneo tropical es hereditario? ¿Lo son también el color de los ojos, la forma inaudita de una boca? Como no existe el gen del coqueteo al pestañear, ni el de la mordida en los propios labios para desesperar al aspirante sexual, tampoco es congénito el compás rítmico de las caderas, útil en el más acá en los ajetreos del baile. Bailar, una virtud principal en el Caribe, es parte del catauro del buen ser de nuestras tierras. El aro, elegante de la mano de la niña en el siglo XIX, gira frenético en la cintura descompuesta de las niñas del XXI. El Hula hula redondea, dibuja la silueta palpitante de la mujer cubana. Los hombres y mujeres admiradores de la belleza, deberían adorar al Hula hula como una especie de juego nacional.

La Chivichana

Sique siendo una escuela de constructores la temporada feliz en que las calles, portales y azoteas se levantan temprano por el jubileo de niños que van a hacer una chivichana.

Las tablas duras pero finas, los travesaños de madera sólida cortada en pequeños troncos, los clavos, las cajas de bolas, las sogas que servirán de timones, todo buscado de casa en casa, de tarequera en tarequera en la complicidad orgullosa de los padres, tranquilos de lo sano de la obra.

Pero cuando el artefacto queda hecho y sus ruedas brillan y chillan en las aceras, los padres se trastornan porque saben que no habrá loma sin ser desvirgada por la caída de la chivichana.

Los barrios de la Habana –algunos de ellos cansados de pendientes y colinas– son el paraíso de las chivichanas.

Cuando yo me tiraba –de copiloto por mi menor edad y rango chivichanero– de las lomas de Santos Suárez, a caer al parque de las pipas o por la pendiente de Santa Irene pasando frente a la casa de Pelayo y su cotorra, no sabía que esa felicidad y aquella cosquilla del vacío serían joyas selectas entre las prendas de mi vida.

Los escondidos

No me gustaba ‟quedarme” en los escondidos. Dejar la base era como abandonar la paz de lo seguro. El voceo de ‟sal de la base gallina, pon un huevo en la esquina” humillaba mis creencias sobre la valentía. Los vecinos, pendientes desde balcones y portales de la bravura del juego, a veces soplaban el escondite de alguno de los clandestinos. Y yo me hacía el sordo o el embrutecido, no porque fuera tan bueno, sino porque sabía que después iba a ser yo el delatado. Como ya desde infante quería ser un héroe, salvar, de último, a todos los atrapados, me hacía dormir tranquilo.

El taco

De acera a acera se juega el taco más exigente de Cuba. Un corcho de una botella, veleidoso como la brisa, debe ser la pelota auténtica del taco. De bate, un palo de escoba recortado. El tacto para batear el taco enloquecido hace al pelotero cubano un jugador muy deseable para cualquier equipo. De las carpinterías se puede hurtar la recortería del serrucho y el cepillo para hacer tacos de más rebote y más peligro para el pitcher. Los tacos de apretado papel encerrado entre la cinta adhesiva, son más brillantes y golpeables que los de trapos envueltos en medias abandonadas por sus tantos orificios. Regresaré al taco toda mi vida, como hago con el mar y los viejos lugares de donde me he ido.

Las bolas

Es la temporada de las bolas. Los mejores tiros de colores, bolones y tiritos abigarrados, para adornar el juego y llamar la atención del público que observa, han reaparecido después de un año de encierro tras el embullo de los trompos y los patines lineales. La modalidad preferida se juega sobre la tierra seca, casi polvo pisado. En el centro del campo de contienda un hoyo pequeño humea de apetito. Los jugadores, uno a uno, con elegantes movimientos de ballet clásico lanzan la bola que les servirá en la competencia y solo comenzará cada jugador a mover su bala cuando haya “angollado”. Cada golpe de la bola del contrario tiene nombre: prima, que debe ser un golpe corto para poder seguir, pata, que lleva el riesgo del alejamiento, porque el pie del niño contrario debe caber entre bola y bola. La sola es el quimbe final. Después, al hoyo ganador. Los jugadores se retiran cuando ni sol ni bombillo son suficientes para ver. No hay fanáticos en los portales, ni abuelos que regañan por la bulla. Yéndose parecen pistoleros después del duelo, los niños de la tarde, con sus medias colgadas de los pantaloncitos, repletas de las bolas de los perdedores, que han pagado al mejor, por cada derrota una bola preciada.

Los patines

Los patines, en los 80, no alcanzaban para que cada niño pudiera usar dos y patinar como se debe. El patinaje era otro de los momentos de la convivencia infantil donde debíamos demostrar aptitudes para la solidaridad y la confraternidad. Se hacía una cola. Otra más. La cola, tan simbólica como la palma real, nos enseña a esperar, a tolerar, a conversar sin querer conversar, a “marcar”, a “rotar”, y a “vender turnos”, cuando no se tiene otra cosa que hacer. La cola para el patín, de plástico y acero, era rígida y disciplinada, como la que se hacía para la única bicicleta de la cuadra. El sonido del patín, impulsado como una carriola por el pie libre, me acompaña todavía. Cuando crecí y me encarceló la nostalgia y el amor entumeció mis ganas de jugar, los patines lineales, coloridos, profesionales, aerodinámicos y caros, volvieron a dividir a los niños en tenedores y no tenedores, pero jamás he vuelto a ver una cola para un único patín. 

El papalote

El miedo de los padres a las azoteas se convierte con el crecimiento de los niños en el miedo a los papalotes. Es preferible que el hijo olvide los rigores de la aventura del viento y los cordeles a favor de juegos más del piso como el pon o el cuatro esquinas.

El niño que no construya un papalote o cometa gigante, burlador de la chiringa de aprendices del vuelo, no entrena sus manos en la finura de la confección de cosas bellas.

A los niños de ahora yo les digo que empinen papalotes, suelten pita, ovillo de la abuela, guardado para obras que no llegan. Yo, que le tuve y le tengo pavor a los aleros, equilibrios vacíos de la altura, no gocé el ascenso, como algo de uno que se escapa, del papalote colorido, brillante de cuchillas y cola de reguero de trapitos, picoteo de la ropa vieja.

Los papalotes, cuando dicen adiós detrás de los edificios de La Habana, me recuerdan lo que a mi infancia le debo y el pánico que me queda, desde niño, a todo lo que pueda irse a bolina.

La suiza

Los suizos deben llamarle a este juego “la cuerda”. Saltar suiza es ejercicio preferido de púgiles y de muchachas obsesionadas con adelgazar. El silbido de la suiza al herir el aire es un sonido que recuerda a los adultos todo lo que dejaron atrás. El golpe al mentón que saca de combate al boxeador se debe, tal vez, a que no aprendió a moverse con rapidez, usando la suiza. Las muchachas impotentes frente a los rigores de las dietas para enflaquecer, han olvidado que podrían devorar una res (licencia del escritor) si saltaran día a día al canto de la suiza.

Barriletes y coroneles

Los niños y las niñas del oriente cubano llamaban barrilete (cuando mi mamá era una muchachita de guayaba del Perú y níspero por la mañana) a lo que en La Habana se conoce todavía como papalote.

Si un papalote crece y crece se hace coronel porque lo ascienden en grados militares y hasta el cielo. El cometa que los niños de toda Cuba llamaban y llaman coronel debe ser empinado con cuerda gorda y fuerza de batallón, si no quiere el niño temerario volar por los aires hasta confundirse con las palomas que de tan lejos nos parecen punticos blancos sobre el gran azul.

El día del juguete

Cuando éramos pobres y buenos y nos queríamos porque no había otra forma de ser feliz, yo era un niño y los juguetes estaban en las lejanas vidrieras de Monte o en las cercanas gavetas de los infantes con padres viajadores. Cada verano, en julio, el día del juguete. Uno básico, otro dirigido, uno no básico: la burocracia del juguete. Mi madre “alcanzaba” siempre bolas, tan baratas, soldaditos, tan iguales, y pelotas, tan queridas. Jamás tuve la plateada pistola o los galácticos robots, hechos para niños sin ternura. Había niños que yo envidiaba sin saberlo ni decirlo, por alguna presunción hermosa de mi alma, que no jugaban con sus perfectos carritos, mis preferidos, sino que adornaban sus casas, a la vista de todos con aquellas maquinitas nunca chocadas ni despeñadas desde el brazo de un sofá.

Los juguetes soviéticos

Cuando mi padre comenzó –él también– a viajar, yo era un niño que jugaba con cajitas de fósforos y máscaras de fiestas de crudo cartón y pistolas planas, sin sonido ni color. Pero no debemos entristecernos porque hoy no me acuerdo de este sinsabor. Y –¡viva el CAME!– papá juró ante su rojo glorioso panteón traer solo juguetes de su primer viaje traedor. ¡Hurra! El ejército liberador de la gran guerra patria, el decente cocodrilo Guená, fumador por demás, hermosas pistolas casi de verdad, la perrita sonora, con los mismos ojos de mi hermana Juliette, un gallo con botas, un león bonachón, una ardilla quejosa. Todos vinieron viaje a viaje, a llenar las repisas de la única y desquiciada habitación del hogar familiar. Hasta que un día, de suceso en suceso, sin notar el cambiar, me enteré de que Guená era un alto capo de la mafia moscovita, que San Basilio no tenía cúpulas de helado y de que a Lenin y a mi infancia soviética los querían enterrar.

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