Los padres de mi vida

En la vida tuve padres que me acogieron y cuidaron en diferentes momentos, con la ternura, devoción y altruismo propios del amor filial.

Foto: Kaloian Santos Cabrera.

Mis padres nunca se separaron. Fui un hijo de madre y padre casados, bajo el techo de una casa de familia, pobre y acogedora. Pero en la vida tuve más padres, otros que me acogieron y cuidaron en diferentes momentos, con la ternura, devoción y altruismo propios del amor filial.

Algún día hablaré de otras madres que he tenido, pero hoy me ocuparé de los hombres que me han tratado como un hijo, que me han aconsejado, acogido, cuidado, defendido y, sobre todo, entendido.

Cuando ingresé en la Facultad de Derecho de la Universidad de la Habana, en 1993, ya tenía un libro, cálidamente dedicado por Julio Carreras. En la Colina lo tuve de profesor. Su libro de Historia del Estado del Derecho en Cuba tenía mala fama, por voluminoso y caótico. Yo no lo aprecié así nunca. Disfrutaba con ese bloque, color violeta, que citaba Reales Cédulas de nuestros años coloniales y en el que se dejaba ver la pasión del escritor.

El profe Julio Carreras ya estaba viejo entonces; andaba “desarmado”, con medias desmayadas, que le caían en los tobillos, y su jolongo desteñido, con más estética de agro que de academia. Nadie podía advertir en él los años que pasó de maestro en la cárcel de Guanajay ni sus andanzas como diplomático, ni su aporte importante a la historiografía de la Isla de Cuba.

Los estudiantes le decían “El Esclavito”, porque se contaba que un día había representado a un esclavo cimarrón subido sobre una mesa de un aula de la Facultad. En realidad, una abuela suya había nacido bajo la “Ley de Vientres Libres”. Por su sangre corría el barracón y el palenque.

Recuerdo que en el invierno de 1994 fuimos al Cotorro a una escuela al campo de la Universidad. Me llamó la atención que el profe Carreras, viejo y débil, estuviera allí. Una madrugada pasé mucho tiempo conversando con él cerca de una fogata que él mismo había armado, y llevaba toda su ropa puesta, una pieza encima de la otra.

El profe no aparentaba cariño especial por mí, pero sentí siempre su cercanía y su magisterio. Mucho de él asumí para mi carrera como docente, aunque nunca llegué a usar la penca que le gustaba esgrimir de abanico, mientras escuchaba, con los ojos cerrados, las exposiciones de sus alumnos.

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A mediados de los años 90 del pasado Siglo conocí a Monseñor Carlos Manuel de Céspedes. Lo visité junto a un amigo laico católico y me brindó su amistad de forma inmediata. El Padre me trataba como si fuera cercano a mí desde muchos años antes. Pasaba horas conversando con él de literatura, música, historia de Cuba, política, su familia, el futuro de nuestra patria, sus libros, sus amistades en tantos años de presencia importante en la cultura nacional.

Monseñor me regalaba sus ponencias a eventos, sus obras autografiadas, me prestaba discos de ópera, asistió a mi defensa de doctorado, conversaba con mi padre por teléfono como si se conocieran, también, desde hacía mucho tiempo. Y estuvo en el Aula Magna de la Universidad de la Habana, en las honras fúnebres a mi papá de sangre.

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A muchos amigos de mi papá los tuve como padrinos en momentos diferentes de la vida. Así quise al misterioso Maqueira, que con su pierna colgando del brazo de un balance de mi casa, me dio a probar mi primer ron, cuando yo no llegaba todavía a los cinco años de edad, o al profe Ángel Pérez Herrero, para mí, “Angelito”, que me dio clases geniales de español cuando yo me preparaba para mi examen de ingreso a la universidad.

Y estaba Aurelio Alonso. Un amigo entrañable de mi familia. Un sabio jodedor, picante, sabroso, y afilado como el florete que le gustaba usar cuando joven. Pude acercarme a él, más allá de la herencia de agradecimiento eterno que le tiene mi madre y que le tenía mi padre, cuando me brindó sus consejos, su amistad, su cultura, su gracia y su ejemplo de honestidad y valentía, en todos los órdenes de la vida.

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Así, también sentí como padres a otros pares, de ese reino de socialistas “de veras”: Fernando Martínez Heredia y Juan Valdés Paz. Lo que yo pueda escribir sobre ellos nunca será suficiente, porque nuestra relación filial fue mucho más allá del conocimiento que se encuentra en sus obras. Su amistad y su humildad es lo que los hace padres de mi vida.

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También he sentido como padre, durante toda la vida, al combatiente de la clandestinidad en el movimiento “26 de Julio” y la Juventud Socialista, Armando Alvízar. Armandito era un hermano de lucha de mi papá. Al menos una vez al mes lo íbamos a ver al reparto Capri para pasar un rato con él y su familia. En sus más de 80 años todavía me llama por teléfono para preguntar por mí y para darme su apoyo, el apoyo de un héroe de la Revolución, que vale mucho más que algunos menosprecios (que también me he ganado).

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Fuera de Cuba tuve la ayuda de cuatro profesores y juristas, que también me han impulsado e inspirado, desde su magisterio y su amistad. A Pierangelo Catalano, Carlos Constenla, Norberto Rinaldi y Giovanni Lobrano, los considero también mis padres, tanto en los estudios de Derecho Romano, como por su cariño sincero y desinteresado.

Algunos más jóvenes han sido como hermanos mayores, pero desde que mi papá murió los siento como padres. Dejo mi constancia de agradecimiento a los juristas Armando Castanedo, Omar Fernández, Regino Gayoso, Ernesto Cevedo, por ser mis ángeles de la guarda y conocedores de la calidad real de mi corazón.

Para ellos y para los padres de mi vida, contemporáneos de mi generación o más jóvenes que yo, que día a día entregan su amor y sacrificio por sus hijos, vaya esta postal por el día de los padres, que no son solo los de sangre, sino los que la vida otorga para compensar las pérdidas del viaje.

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