Madre América

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Por fortuna en la época de la velocidad y el abandono de los compromisos éticos, cuando las ataduras del alma estorban en las alforjas de los sentimientos, todavía insistimos en querer a las madres propias y ajenas y en regalarles un pastel de harina de trigo, que de forma sospechosa para el resto de América Latina, llamamos cake.

Ya quisiera yo tener el corazón dispuesto para escribir de la tierras, el mar y los ríos que van desde México hasta el fin de los Andes, pero por ahora me quedaré con una América más chica y tierna, que conozco mejor y que tiene menos abismos.

Muchos de los libros que mi papá escribió llevaban una dedicatoria que parecía grandilocuente: “A América y mis hijos”. Sin embargo esa América era su esposa, mi madre, que lleva un nombre de continente y que hace honor a él porque es buena como la papa y salvadora como el maíz.

Durante muchos años mi regalo a ella por el día de las madres no ha pasado del café instantáneo y otras cosas gastables, por eso quiero hoy dejarle a ella y a las madres buenas esta postal sin flores y sin versos.

América no pudo terminar sus estudios universitarios porque nací yo, el mismo día que ella cumplió los 24 años y desde ese día su trabajo está en mantener un hogar para que las andanadas de la vida no se lo lleven y en alimentar bocas propias y extrañas, como si los surcos promisorios estuvieran a la vista, cuando en realidad nunca se sabe qué vamos a comer en la noche.

En los años terribles del período especial –que para muchos jamás terminó– mi mamá, como miles de madres cubanas, hacía magia a la hora del desayuno, magia para el almuerzo, magia para la comida de la noche. Todavía hoy, América, a la que algunos llaman Meca y otros muchos Teté, repite desde su puesto de trabajo más duro ¡no sé qué voy a cocinar hoy! Y lo más dulce que podemos decirle es ¡cualquier cosa mami, cualquier cosa!, para que sienta alivio a la hora de su invento, cuando lo más justo sería que le dijéramos, no te preocupes que cocinamos nosotros.

América, como la mayoría de las madres cubanas, las que viven aquí y las que viven lejos de este archipiélago, hace el mejor potaje de frijoles colorados del mundo, los mejores dulces caseros, la mejor compota de manzana, que no es más que mermelada de plátanos burros, los únicos que se encontraban en los campos cuando casi todo se acabó.

Ella, como se dice en Cuba, nunca ha trabajado en la calle, siempre ha sido ama de casa, fina manera de nombrar a la mujer que cuida a los hijos y mantiene brilloso y acogedor el lugar de vivir sin tener casi nunca ni descanso ni reconocimiento social o familiar. Cuando era una muchachita del batey del central Senado alcanzó la carrera de bioquímica y vino becada a La Habana, donde tuvo que aprender a sobrevivir.

Mi mamá nunca se queja de su destino. Siempre lo defiende. Dice que fue su elección, lo que no significa que haya sido una vida fácil. Para empezar, mi papá ya tenía cuatro hijos cuando conoció a mi madre y era un hombre con una historia compleja de amor y pérdidas, y ahí se instaló América, la guajirita del central Senado.

Lo que he visto de ella durante 41 años es amor, lealtad, fidelidad sin fallos, vida sin afeites, poca diversión, casi todo el tiempo trabajo, sacrificio con poco llanto, finura de alma, nunca la práctica del deporte del chisme. En nuestro minúsculo apartamento de Santos Suárez, donde vivimos durante veinte años, se guardaba la llave de cada uno de los apartamentos del edificio de la calle San Bernardino, porque todos los vecinos, sin ponerse de acuerdo, confiaban ciegamente en América.

A mi madre la he visto cuidar enfermos no familiares como solo lo hacen las monjas entregadas a dios. Pero ella no es religiosa, en mi casa no hay un Sagrado Corazón de Jesús, y yo le pido más a la Virgen de la Caridad del Cobre, que ella. Unas flores blancas para mi papá y mi abuela Isabel, son las únicas ofrendas que se encuentran en la casa.

El embrujo más hermoso de mi madre ha sido la unión de la familia. Yo he estado con ella toda la vida, en su casa o cerca y el amor que la he visto dar a mis hermanos y hermanas, me hizo amarlos también y querer dedicarles mi vida.

Mi América no está recorrida por cordilleras de cumbres nevadas, no la arremolinan ríos caudalosos, ni la sobrevuelan cóndores y quetzales. Teté es una mujer simple como un patio florido de una casa de campo de su amado Senado. Prefiere un níspero a un filete de res. Escoge la chirimoya antes que a la manzana. Ya no parece una campesina. Ha leído a Víctor Hugo y a Shólojov, y lo poco que estuvo en la Colina universitaria le bastó para que muchos la confundan con una doctora.

Pero Meca no quiere confundir a nadie. Es una madre y abuela que limpia, lava, friega, asa, plancha, estira, desempolva, organiza estantes repletos de cosas que se atesoran por si acaso, prepara banquetes sin que haya nada en la despensa, carga jabas enormes de todo lo que encuentra, y guarda para sus amigos de la infancia todo lo que pueda hasta su próximo viaje a Camagüey. Mi madre nunca me enseñó, aunque fuera común lección, ni el disfrute del machismo, ni la gracia de quedarse sentado cuando los otros trabajan. La casa para ella no ha sido el lugar donde la han explotado porque también nos educamos en el amor a la justicia y no hay justicia si se permite la subyugación de la mujer.

América es tan buena como el atol de arroz que se les da a los bebés cubanos. De su leche y los cocimientos de anís estrellado que ella me daba en la infancia, aprendí la belleza de la bondad y el placer del amor a los pobres. A esta edad debía yo haberle dado riquezas para que olvidara las penurias, pero ella sigue dándome a mí y no ha hecho más que recoger hijos en la vida, como quien va al patio a arrancar un platanito maduro.

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