Miami, capital de la cocina cubana

De pronto te golpea sin pudor el olor del pastel de guayaba y nos defendemos diciéndonos que es un pastel cualquiera, de guayaba simple, qué puede tener de especial…

Foto: nepicas.pw

El sonido como de avispero gigante de los miles de autos que trasiegan por las carreteras rápidas de Miami no anuncia una ciudad que protege, como si nada, gran parte del patrimonio culinario cubano tradicional.

Los viejos de Cuba dicen que en Miami está la cocina de la isla. Es penoso y parece exagerada esta afirmación, pero cuando alguien te invita a la primera colada de café en una esquina, somos transportados a una Cuba olvidada y trascendida por la modernidad de la escasez.

De pronto te golpea sin pudor el olor del pastel de guayaba y nos defendemos diciéndonos que es un pastel cualquiera, de guayaba simple, qué puede tener de especial… pero son los mejores pasteles de guayaba de la cristiandad. Allí en el vetusto Versailles, te regalan una diminuta porción de panetela borracha para enamorarte el paladar y se te enamora, lo puedo asegurar.

Miami, tan cerca, paladea lo que nos gusta a todos. En las cafeterías, restaurantes, dulcerías, se anuncian los postres que se conocen en Cuba por la literatura, y se venden las cosas que nos hacían felices sin tener que llegar a la abundancia.

En la Carreta de la Calle 8 cualquiera come ajiaco, boniatillo, picadillo, tostones, tamal en cazuela, y la vida se les hace a los cubanos de Miami más llevadera, porque perdieron la vista del Malecón, de Padre Pico, del Yumurí, pero al menos calman la nostalgia comiendo como si estuvieran en Cuba.

Desde Miami hasta Boston se encuentra en los Estados Unidos la oferta del sándwich cubano, especie de pan con casi todo lo comestible, que nunca nadie ha comido en Cuba, al menos desde hace muchos años.

En México la torta cubana también es célebre porque es la que más cosas lleva dentro, no sé por qué insisten en esto. Recuerdo que el sándwich cubano contemporáneo de Cuba es un pan de bodega con una fina y traslúcida rueda de jamón sin pedigrí.

Volvemos a Miami, donde los cubanos caminan por la calle con sentido de pertenencia y con orgullo hablan español, mechado con palabras sueltas en inglés mal pronunciado. Las fiestas que hacen no son con platos típicos del norte, tal vez porque lo más típico sea la diversidad, la emigración, la transculturación.

Así y todo, se quejan los cubanos de Miami de que los tomates no saben a nada, que el puerco que asan en fin de año no huele como el de Cuba. Pero en las tiendas aparecen las marcas cubanas de antaño y los envoltorios y anuncios de una Habana desaparecida, que en Miami se agarra del pasado, pero con tecnología de punta.

Los cumpleaños de cubanos de Miami son como los de Cuba antes de los años 90. Se come chicharrón, plátanos maduros, frijoles dormidos, en cualquier reunión de familia.

En las últimas décadas Cuba ganó reconocimiento internacional por su investigación científica, sus resultados deportivos, su formación de profesionales de la salud pública, por la abundancia de graduados universitarios, por la cantidad de médicos por habitantes de la isla, por el desarrollo del arte, por la tranquilidad ciudadana, por la baja mortalidad infantil, por las excelentes evaluaciones de UNICEF a las escuelas primarias, por la calidad de su tabaco, de su ron, de sus medicamentos producidos en laboratorios nacionales.

Pero hemos dejado de la mano la tradición culinaria, y ha sido una opción, se ha priorizado otra zona de la cultura, se ha considerado estratégico otro filón de la vida social y de los intereses de las personas.

Sin embargo, pesa sobre nosotros el largo tiempo sin disfrutar la sencilla sensación de comer lo que nos caracteriza y encanta.

Llevamos mucho tiempo alimentándonos de lo básico, con granos beneficiosos para la salud, pero malos para el orgullo porque alimentan, pero no se ablandan. Llevamos también mucho tiempo sin poder guardar en la nevera, para acompañar el almuerzo, una cerveza nacional, patriótica y confianzuda como una amiga de la infancia.

Y la carne, otrora de cerdo, se convirtió en fiambre, y el queso, otrora amarillo, se blanqueó o se fundió, y el vino, antes búlgaro, desapareció, y las cosas cubanas dejaron de acompañarnos, con un costo tremendo de desarraigo y decepción.

Al combate corred, se manda solo con la seguridad de que la patria será de todos, porque desde los símbolos intocables hasta el plátano maduro frito serán compartidos. De lo contrario, dejamos de entender el poema de la cubanía, que no puede ser solo épica, sino también gastronómica.

Mientras, en Miami, el caldo largo con sus bolas de pescado y plátano pintón, hierve a la luz del mismo sol que del otro lado del estrecho de la Florida. En el Palacio de los Jugos la gente pide bisté empanizado, de un tamaño que serviría en Cuba para alimentar a una familia y las costumbres cubanas se resisten a morir frente a las hamburguesas y las pizzas plásticas.

Un día habrá que ir a Miami a registrar en los recetarios para redescubrir manjares que alegraban los domingos, celebrando que tan cerca se haya atesorado sabor a Cuba.

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