No está de más un poco de transparencia

Foto: Desmond Boylan.

Foto: Desmond Boylan.

Un amigo me ha prestado un verso de una canción suya para nombrar este artículo. Como decía Eduardo Galeano, estamos en la «era del envase». Vale más el envase que el contenido, decía el maestro uruguayo y de América. Vale más el velorio que el muerto, el frasco que el perfume, los discursos sobre la democracia, que el verdadero poder del pueblo. Es muy sospechoso que ninguna constitución se autodefina antidemocrática cuando casi todas son realmente antipopulares.

La mayoría de los sistemas políticos del mundo se arman desde la soberanía popular, y en casi todos ellos el pueblo no es consultado ni decide nunca sobre su destino.

Hace mucho rato que no se puede hacer política ni montar una propaganda exitosa de un partido, ni imaginar una campaña electoral que prescinda de la democracia como motivo y como fin del discurso.

Cuando la democracia dejó de ser el programa político de los pueblos –sobre todo de los pobres libres– se le empezó a emparentar con versiones domesticadas, como la división de poderes que impediría el poder desmedido de cualquiera de las funciones del Estado pero que a la par impidió el poder del pueblo. También se ha relacionado a la democracia con la representación política que daría el derecho a los ciudadanos a participar en la elección de sus representantes, pero que ha sido la manera perfecta para disminuir el resto de las formas de participación. De la misma forma se ha conectado la democracia con el pluripartidismo, que sería la expresión de la diversidad de ideas en un sistema político, mas no ha sido un canal de comunicación entre el pueblo y sus propuestas. Después de estos vínculos la democracia perdió su carácter radical y se ha trasmutado en régimen político más o menos plural y electoral, sin que el pueblo aparezca por ninguna parte.

La ingeniería electoral de los partidos políticos, de la organización de los poderes del Estado, del funcionamiento de la Administración Pública, más el empuje de las sociedades civiles de todas partes, las luchas sociales, la resistencia de los pueblos, ha hecho que algunos enfoques hoy sean casi imposible de eliminar del funcionamiento político.

De estos enfoques hay uno que es muy fuerte e ineludible: el de los derechos humanos. No significa en ningún caso que haya tenido éxito este enfoque y que ahora los derechos humanos se cumplan en todas las sociedades del mundo. Se trata, más bien, de que hoy casi ningún Estado puede diseñar políticas públicas sin pasar por el tamiz del «enfoque de derechos», sin tener que cumplir formalidades básicas, que incluyen en muchos casos el acceso popular a datos oficiales del funcionamiento del Estado, así como a datos sobre el cumplimiento de lo proyectado.

Esta transparencia es imprescindible para aspirar a una democracia, al menos formal. Si el pueblo no puede saber qué derechos son los más violados en un país, si no son públicos los datos sobre violaciones de derechos recurridas por los particulares o por colectivos humanos, si no son públicas las estadísticas sobre la ejecución del presupuesto, el recorrido de los impuestos pagados por el pueblo, los niveles de cumplimiento de los planes de construcción de viviendas y de otras obras públicas, si no se pueden consultar libremente los datos que usa el gobierno sobre los particulares, para poder actualizarlos o contradecirlos, es imposible empezar a avanzar hacia la democracia.

La transparencia no es una imagen bonita sobre el deber ser de la política. Es un requisito del funcionamiento sano de las administraciones públicas de casi todos los estados del planeta.

Sin información fidedigna y actualizada el pueblo, soberano de las constituciones que se llaman a sí mismas democráticas, no puede decidir con seguridad ni con prudencia.

Los índices de gobernabilidad sin trabas, que se cumplen en sistemas políticos donde la transparencia es extraña, están soportados por columnas de desconocimiento y apatía política, que aparentan consenso y tranquilidad, pero son en realidad formas de la impotencia y el desconcierto popular.

Como todas las alternativas más democráticas y participativas, la transparencia del funcionamiento estatal, para permitir el acceso del pueblo a datos, procesos de trabajo del gobierno, cifras de interés general, estadísticas con significados importantes para la gente, siempre es más difícil de coordinar y de organizar que el silencio y la opacidad del desempeño del gobierno, o eso es lo que nos ha enseñado varios siglos de sentido común antidemocrático.

La democracia, la transparencia, el pueblo presente y activo en las decisiones estatales, pueden ser más posibles y accesibles, si se arman de forma colectiva y no se proponen como indicación de un núcleo central de poder, que casi siempre cae en la tentación de decirnos lo que tenemos que hacer para usar los «canales establecidos».

Como dice mi amigo con nombre de sol, «no quisiera irme sin entender». Yo también creo que «no está de más un poco de transparencia».

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