Ojos de Galeano azul

Foto: EFE

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Cuando yo era un niño los cubanos y las cubanas esperábamos con una inocencia de pueblo feliz a que saliera el próximo libro de García Márquez o de Eduardo Galeano. Sin pensar en lo que hacíamos comíamos manzanas búlgaras sin ceremonial alguno, con la misma impudicia con la que se come el ñame o el marañón.

Nadie se conectaba sino a sus propios ancestros y fantasmas. Hablábamos por teléfonos muy alámbricos y en una guagua ruta 37, de Santos Suárez al Vedado, en La Habana, decenas de personas leían en silencio El amor en los tiempos del cólera.

En mi adolescencia un acto de rebeldía era ver las dos películas del sábado en la noche, que trasmitía la TV, porque la segunda empezaba alrededor de la madrugada. Ahora a los 13 años hay que atar a los jovenzuelos para que no hagan el amor antes de tiempo y para que no huyan a pasear a municipios remotos armados de ron y cigarros.

Recuerdo hoy, con una vergüenza que me encorva, cuando una vecina del edificio donde vivíamos nos invitaba a mi hermana menor y a mí a ver la televisión en colores, cuando aún no teníamos un aparato moderno en casa. En 1990 tuvimos nuestro Gold Star y la experiencia  en colores me ocasionó ardores en los ojos por días.

Las cosas han cambiado, se fue la dulce transacción consistente en comprar en la bodega de la esquina una caja de botellitas de refrescos, cambiadas en el acto por una caja de ejemplares vacíos. Llevar o traer el vacío era una institución comercial cubana.

Con esos años se ha ido el carrito del helado y la emoción porque llegaban las revistas para niños Zunzún y Micha, al estanquillo del barrio, junto a la Sputnik y otras bellezas coloridas de Europa del Este. Leer era un placer común y corriente. A los ocho años leíamos a Samuel Feijoó y el serial de la tele comentado en la calle era Yo Claudio.

De niño leí a Eduardo Galeano, cuando hacía muchos años me había cambiado el corazón intimar con el Reportaje al pie de la horca, El destino de un hombre y las fotos de los campos de concentración nazi.

Para los que se resisten a leer puede ser un buen método de ayuda empezar por Galeano. Estamos en la era del envase, decía Eduardo, importa más el frasco que el perfume, importa más el entierro que el muerto, decide más mencionar a la democracia que considerar su contenido.

Los textos de Galeano son cortos, contundentes, francos, perfectos para oídos y mentes que consideran contra la naturaleza enfrentarse a un libro de 500 páginas. A la vez el escritor uruguayo dejó para los lectores de toda la vida un concentrado saborizado de historia de América y universal, en pocas páginas, sin mapas, sin muchos nombres, como para empezar a pensar con el estómago antes que con la cabeza.

Hace un año que Galeano ha muerto esta vida. Comenzó a vivir para siempre en sus libros escritos para ser leídos. Fuera de sus folios el mundo sigue patas arriba, nos sigue haciendo falta que nos abracen, en la época en que la moda es taparse la boca y la nariz para caminar por la calle, y saludar de lejos para no sufrir contagios de virus impronunciables.

Antes y después de Galeano nos hace falta a los americanos conocernos más, para que la memoria del fuego no se extinga, para que lo originario nos sea cercano y querido, y que un indígena del sur nos conmueva como un europeo y un africano. En las escuelas de Cuba deberíamos enseñar historia de América con la obra de Galeano.

Eduardo inventó la idea del democracímetro. Según él los Estados poderosos, sobre todo los Estados Unidos, medían con este aparatico infernal la salud de las democracias del mundo y solo resultaban enfermas las distintas a sus cánones y valores.

Galeano escribió para los ninguneados, para los no contados por las historias oficiales, para los sobrevivientes apenas en las estadísticas y los gráficos. Los días y las noches siguen siendo de amor y de guerra y está claro que las venas de América Latina están abiertas todavía. De ellas brota la sangre de los estudiantes de Ayotzinapa y de Berta Cáceres.

La canción de nosotros debe incluir tonadas de Eduardo. Decir que era uruguayo es tan intrascendente como pelear por la maternidad del bolero o por cuál es el país de Gardel. Galeano no tiene una sola patria, no la tuvo en vida, no debemos darle una sola ahora que no nos puede escribir para reprendernos.

En 1988 mi padre hizo un viaje en ómnibus por España, para llegar a Extremadura, donde se daría una reunión sobre derechos humanos. Todo el trayecto lo hizo sentado al lado de Eduardo Galeano, que estaba invitado al mismo evento. El escritor deliraba con los cuentos de mi padre, de la historia de la Revolución, de la familia, de los hechos no creíbles de nuestra vida cotidiana. Todo lo anotaba en su famosa libreta.

Una parte de las historias de mi papá trastornó a Galeano. Le contó que sus hijos todavía no adolescentes leían sus libros. Eduardo estaba incrédulo, pero al llegar a Extremadura entró en una librería, compró un ejemplar de su libro Días y noches de amor y de guerra y me hizo una dedicatoria inolvidable. Todavía guarda su color original el chanchito que dibujara Galeano y la flor roja colgada de su boca.

Si alguna vez ven a un tigre azul que salta, no escapen. Puede ser Galeano que busca un alma donde habitar.

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