Que el nasobuco no nos quite las palabras

Hay que dejar una rendija abierta al nasobuco para que salgan nuestras palabras más pensadas, más respetuosas, más sabias, más cotejadas con la ciencia, más limpias de bajas pasiones, más justas, más humanas, más comprensivas de los otros y otras...

La pandemia del nuevo coronavirus ha sido brutal. Se ha llevado vidas, sueños, proyectos individuales y colectivos, recursos, inversiones, pronósticos económicos, festivales, carnavales, juegos olímpicos y la calma de millones de personas en el mundo.

Las palabras han sido más valiosas en tiempos de la COVID-19. Miles de artículos se han escrito en todos los idiomas, se ha producido mucha información, verdadera y falsa, sobre el virus SARS-COV-2, lo mismo por la televisión que radio, podcast, videos en redes sociales… Ha sido una pandemia transmitida en vivo por todos los canales posibles. Los periodistas, como nunca, han hablado de virología, inmunología, medicina intensiva, y de medio ambiente.

Las personas han estado encerradas —unas más que otras—, hay quienes no han podido encerrase, sino que han tenido que trabajar para salvar vidas mientras algunos miramos televisión, o han tenido que custodiar calles o que hacer noticiarios.

Pero es un hecho que las palabras han volado, las mascarillas, tapabocas o nasobucos, no han impedido que broten las palabras en todas las lenguas, para dar fe de nuestra felicidad, tristeza, dolor, desesperación, estrés, depresión, angustia o euforia.

Algunos estábamos preparados para la cuarentena de nacimiento porque habíamos llevado vidas de encierro: estudio, lectura, media luz y soledad. Otros han quedado atrapados sin sol, sin aventuras, sin calles, sin ruido, sin fiestas, sin bares, sin estadios, en una especie de tela de araña sin final.

Las palabras han tratado de explicar la forma en que los gobiernos han resuelto (o no) los problemas de la epidemia, han tratado de convertirse en argumentos de políticos, de científicos, de demagogos, de pesimistas y de videntes utópicos.

En Cuba el nasobuco ha sido aceptado. Nuestras livianas maneras no nos han impedido usarlos; ya sea a medio atar, de colores chirriantes y estilos dispares, confeccionados con tela de piyamas o con formas aerodinámicas, los he visto que tapan hasta el cuello, como si el coronavirus fuera a entrar por la nuca.

Fotos: Otmaro Rodríguez

A veces he pensado que esta es la prenda perfecta para nosotros, los que nos debatimos todos los días en si hablamos o no.

Pareciera ahora legítimo callar, porque las palabras no se entienden filtradas por el nasobuco asfixiante que impide entrar las gotas invisibles e infectadas y también salir las palabras.

En Cuba hacen falta las palabras, de unos y de otros, de los jóvenes que creen que el mundo les pertenece, de los viejos que creen que ya lo dieron todo, de los cuarentones sin fuerza y sin prudencia, que están a punto de perder el último tren.

Los cubanos y las cubanas debemos aprender a hablar y a escuchar, a discutir, intercambiar, debatir, llegar a consensos, respetar puntos de vista diferentes, ofrecer argumentos, aceptar críticas respetuosas, hacer valoraciones sin epítetos ofensivos, venerar el conocimiento y no los dogmas, aprender a construir con los demás lo que debe ser un producto colectivo: la felicidad del pueblo.

Hemos aprendido durante décadas a revisar nuestras palabras para quitarles el filo, a censurar nuestras emociones y valores, a apretujar contra el pecho los principios que deberían definirnos y eso nos ha formado como ciudadanos y ciudadanas especialistas en lugares comunes, en repetir consignas estridentes, aceptables, cómodas al poder, bien vistas al fin.

Los compatriotas de todas partes debemos aprender a defender nuestra libertad de palabra, de expresión y a conocer los límites de ese derecho. La libertad de palabra no puede incluir acusar falsamente a alguien, difamar, injuriar, calumniar, ofender a los demás con discursos de exclusión, de racismo, de xenofobia, de promoción de ideologías discriminadoras, de clasificación de personas por el solo hecho de separar.

Es inaudito que en Cuba se sancionen personas por dar opiniones políticas distintas a las de los censores anónimos que vigilan las redes sociales, y a la misma vez se permita que, desde esas mismas redes, un diputado a la Asamblea Nacional ofenda de forma grotesca a quienes piensan diferente a él.

El derecho a la libertad de expresión tiene rango constitucional y de derecho humano en Cuba apenas desde el 2019 y estamos aprendiendo a lidiar con él, por lo que la contienda es esperable.

Hay que dejar una rendija abierta al nasobuco para que salgan nuestras palabras más pensadas, más respetuosas, más sabias, más cotejadas con la ciencia, más limpias de bajas pasiones, más justas, más humanas, más comprensivas de los otros y otras, más valientes por apasionadas, más puras por desinteresadas, más inocentes por optimistas, más hirientes de lo vil, injusto y mal hecho de nuestra sociedad.

Cuba necesita que nos cuidemos de los virus respiratorios, que vivamos y que hablemos, aunque el nasobuco nos apriete la lengua y nos mande a tragarnos las palabras. Por el bien de la patria y de nosotros en ella, las palabras deben escapar para ser dichas.

 

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