Veo un túnel al final de la luz

Estamos a la mitad de 2020 y no somos ejemplo de paz, ni de desarrollo, ni de bienestar. ¿Qué enseñamos entonces a nuestros hijos e hijas, a sobrevivir o a ser distintos?

Foto: Kaloian Santos.

Ser optimista es un lujo. A veces, con el paso fugaz de una brisa dulce, me siento optimista. Lo que leo, miro, escucho y atestiguo sobre la sociedad humana en cualquier parte me hunde hasta lo más remoto de un abismo de pesar.

Es verdad que la historia siempre ha sido esa. Es verdad que, por cada acto atroz de un grupo de hombres, por cada maldad, destrucción, injusticia, muerte y abandono, hay otras tantas acciones de amor, pero nada borra el mal acumulado.

Foto: Kaloian Santos (Archivo)

Estamos a la mitad de 2020 y no sobran ejemplos de paz y armonía en el mundo. El cine de terror se ha mudado a los noticiarios, los asesinos en serie están en los Gobiernos, medio mundo observa cómo los pobres se mueren de hambre y termina el día echando a la basura restos de comida que podrían haber salvado a una familia.

Parece que todo se vale nuevamente. El 2020 debía ser un año en el que ya hubiéramos aprendido a respetar las diferencias, pero no es así, se sigue matando a personas de piel negra, a personas de orientaciones sexuales distintas a la heterosexual, a personas que han cambiado de sexo, a personas que creen en un dios distinto al del asesino, a seres humanos que no comparten con los victimarios un mismo partido político.

Estamos a la mitad de 2020 y no somos ejemplo de paz, ni de desarrollo, ni de bienestar. Países riquísimos son incapaces de salvar a sus habitantes del nuevo coronavirus y apenas los entierran por miles, como si el progreso fuera la fosa común.

Para ser optimista, miro a mis hijos, me concentro en sus sonrisas y su inocencia y entro rápidamente en pánico, porque esa inocencia deberá curárseles lo más rápido posible para poder sobrevivir en este mundo de extremismos, dogmatismos, intolerancia y violencia.

En las escuelas está la última barricada por tomar. Los ejércitos de la irracionalidad, el desprecio a la humanidad, la inequidad, la discriminación y la violación de los derechos humanos saben que deben ocupar las mentes y los valores de las nuevas generaciones y vienen vestidos de capitalismo salvaje y de salvaje totalitarismo a maleducar a nuestros hijos e hijas para que sean perfectos ciudadanos del odio.

Todos los fundamentalismos están en pie. Después de siglos de ciencia y ternura, de literatura, Humanismo, Renacimiento, Racionalismo, Ilustración, Romanticismo, arte popular, Independentismo, descolonización, revoluciones y mayos, lo que toca a nuestras puertas es un llamado a abroquelarnos en nuestras familias como si fuéramos plazas rodeadas por el enemigo.

Foto: Alain Gutiérrez.

Pero ¿qué enseñamos entonces a nuestros hijos e hijas, a sobrevivir o a ser distintos?

La educación democrática, crítica, enfocada en derechos humanos, respetuosa de la historia de la humanidad, de las luchas de los pueblos del mundo por derechos y justicia, trae como consecuencia el pensamiento propositivo, la reivindicación de la participación, la desconfianza en los poderes ilegítimos, y la práctica del amor.

Sin embargo, también trae consigo la movilización de los espíritus conservadores, el castigo de los que pueden y ya antes fueron obedientes, la persecución por parte de los mediocres de todo espíritu que irradie luz, el ocultamiento de la verdad por los que no soportan que toquen al poder, la discriminación a los valientes, la humillación a las personas honestas, el desprecio a los seres humanos humildes y austeros.

En las aulas del mundo se decide el futuro de la humanidad. Las maestras y maestros no saben si preparar a las nuevas generaciones en la ubicuidad en este mundo agrietado y en guerra o en la transformación de la realidad para aspirar a otra humanidad.

Desde las casas, las familias presionan para que sus hijos e hijas no sufran. Todos queremos el éxito de nuestros seres más queridos. Por eso preferimos que les enseñen a callar y a no arriesgar, a cambiar la vista ante la injusticia, a ser cómplices de la contaminación del planeta antes que rebeldes e indisciplinados con la autoridad.

En las escuelas enseñamos a competir por méritos, diplomas, responsabilidades, privilegios, escalafones, plazas en otras enseñanzas, matrículas en carreras universitarias. Es difícil lograr ciudadanos solidarios forjados en tan cruda contienda.

En las redes sociales aparecen mensajes de odio, de discriminación, de incomprensión. Parece que todo se puede decir. No conocemos el contenido de nuestra libertad de expresión y, por lo tanto, tampoco conocemos los límites de esa libertad.

La biblia de la libertad de un pueblo

 

El egoísmo y el miedo son conservantes naturales de la vida, pero de una vida despreciable, porque afecta a muchos más de los que salva.

Para eso sirven los principios. Para saber que debemos empezar por ellos. Ningún principio puede ser el dolor, la muerte, el olvido, el terror y el sufrimiento de la humanidad.

Todavía tengo fuerzas y lucidez para esperar el amor. Pero tengo que respirar todo el aire del mundo para no ver un túnel al final de la luz.

 

 

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