Y al fin chifló el mono…

Al fin “chifló el mono” en Siguaraya City: el Redentor de la Vaguada lo había advertido, pero por esa siguarayísima costumbre nuestra de desconfiar de los meteorólogos como solo se desconfía de los críticos de cine y los periodistas serios, nadie puso a desempolvar sus abrigos hasta que el frío llegó en huracanadas ráfagas nocturnas…

Pero dice mi amiga China que ella confía más en Rubiera que en su marido, y al menos esta vez nuestro veleidoso clima -¡qué país!- hizo quedar bien al más célebre rastreador de ciclones de por acá, eterno pronosticador del tiempo de la televisión nacional y protagonista él mismo de algunas truculentas leyendas urbanas.

Suele decirse, con razón, que la República de la Siguaraya es un eterno verano, al punto que muchos se cuestionan incluso la existencia de un invierno cabal debido a su brevedad y poca intensidad. Es más, rara vez tenemos temperaturas que ameriten sacar la ropa de invierno del ostracismo en el cual languidecen, en el rincón más recóndito del ropero.

Así, mientras pasa el tiempo junto a generaciones de polillas y demás alimañas sobre su anatomía, nuestros abrigos viven atormentados por angustiosas interrogantes existenciales: “¿Quiénes somos? ¿Para qué servimos? ¿Qué demonios pintamos en este país?”.

Hay abrigos en uso que clasificarían como rareza en varios museos del mundo: muchos ancianos calientan sus huesos con abrigos milenarios que conservan, sin importar cuan raídos estén, o que tengan más retazos y costuras que Frankestein, porque dicen que son “de material”. Será por esa sospecha de que lo de antes se hacía mejor, para que durara, no para reponerlo cuando cambie la moda…

Yo recuerdo aquellas enguatadas blancas de poliéster, que daban picazón y con los años se ponían amarillentas. Antes todos teníamos una, pero más nunca las he visto. Como los abrigos rusos de colores chillones y cuadritos acolchonados, con botones de presión y forro violeta de satín, o algo así. Y cómo olvidar las chaquetas de corduroy, que ahora son moda y dan pinta de intelectual “progre” con sus codos de cuero…

Sin dudas el siguarayense añora las bajas temperaturas, las desea, las vigila en sus termómetros y a la menor bajadita del mercurio sale a que su abrigo se sienta realizado: así, un viejo exhibe su “macfarlán” traído del antiguo campo socialista, un joven se cala un mullido gorro “pasamontañas”, otros visten un sweater cuello-tortuga con blazer, y otros andan de saco y corbata sin temor a la asfixia o la deshidratación. A su vez, las mujeres se enfundan en sobretodos y camiseros, y calzan botas altas con faldas, muy sexy sin dudas, pero que usan sin medias panty, para ventilar las partes que más sudan. Como la planta de los pies.

Pero total… poco nos dura el glamour… A los pocos minutos comenzamos a maldecir al sol, la desenfrenada poda que deja sin sombra la acera, la sauna rodante eufemísticamente denominada transporte urbano, en fin… todo lo que conspire contra esta esporádica elegancia o inhiba al esquimal frustrado que habita en nosotros.

Por estos días, muchos siguarayenses que estudiaron en Europa del Este evocan las nevadas que sufrieron cuando becarios, pero los gabanes y gorros de fieltro que conservan de entonces son demasiado para los tímidos “fresquitos” de aquí. Imagínense, aquí que lo más parecido a una nevada ocurrió en Cumbre, un villorrio del centro del país, donde a inicios del siglo XX bajó tanto la temperatura que en las cornisas apareció escarcha.

Claro, eso bien podría ser cuento de camino. Lo que sí está registrado es que en Bainoa, pueblo notorio por su microclima gélido, tiene el record de frío en Siguaraya, con 0.6 grados Celsius el 18 de febrero de 1996. Aquel invierno yo estaba becado, y dormía con el uniforme y las medias rellenas de periódicos, emburujado en colchas y sobrecamas, con las manos hundidas entre los muslos –los míos, desgraciadamente- para mantenerlas calientes.

Aquí cuando hace mucho frío solemos decir que “chifló el mono”, aunque otra peculiar expresión endémica es “volar el turno”, propicia y socorrida cuando refresca el ambiente, pues traducido al español castizo significa obviar el sacrosanto baño diario para evitar una pulmonía o algo peor.

Eso será para los solteros, porque los casados o nos bañamos, o acabamos en el sofá.

Foto: Roberto Morejón (AIN)

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