Sigan creyendo que el mondongo es carne…

Hace tres años ganamos el Premio Gourmand al Mejor Libro de Cocina del Mundo, superando a 16 mil candidatos. Ustedes dirán que estoy leyendo periódico viejo, y es cierto. Pero es que aún no se me quita el asombro… ¡¿un libro con recetas de nuestra cocina, el mejor del mundo mundial?!

En serio, estoy loco por encontrar una edición de “Cocina útil”, que así se llama esta joyita, para conocer qué seductoras revelaciones hicieron salivar al jurado, para explicarme qué podría tener de extraordinario el condumio nuestro de cada día, como no sea la magia para conseguirlo, o la alquimia para reemplazar ingredientes tan desaparecidos, que a veces nos parecen extintos, o que nunca existieron y son pura leyenda urbana.

Y no desdeño nuestra tradición gastronómica, ecléctica como ella sola, hija mulata de ancestros aborígenes, ibéricos, moriscos, yorubas y cantoneses. Pero admitamos que nuestra cocina es extremadamente básica. Deliciosa, patriótica y víctima de su tiempo, pero básica. Y para mí, un libro de cocina nacional que se precie de autóctono y fiel, no debe sustentarse en los platos que podrían ser, sino en los que son. Lo demás es fantasía.

Digo esto, porque ahora mismo en las tiendas de Siguaraya City reina la Santísima Trinidad del pollo, el perrito y el picadillo como las más permisibles opciones… ejemplo “cárnicas” al plato fuerte cotidiano. El cerdo es para las ocasiones, el pescado para los enfermos, y la res para asustarse. Y Dios bendiga al multifacético huevo.

Salvo algún espagueti esporádico –con perrito, claro está, baños de puré de tomate y pastas troceadas, para horror de los italianos-, la piedra angular de nuestras comidas es el arroz y el potaje. Hay quien no come con gusto si le falta su buen “platao” de frijoles, o salsa para mojar y embarrarse como si no hubiera un mañana.

Según me cuentan, “Cocina útil” es básicamente un libro de historia, un compendio de gustos culinarios, recetas, consejos nutricionales y para utilizar ciertos alimentos, con el suficiente rigor y originalidad para convencer –o conmover- a un jurado integrado por chefs exquisitos, críticos exigentes y sibaritas que en lo gourmet son verdaderos bofes.

Yo jamás podría ser jurado de nada relacionado con lo culinario, sobre todo porque tengo el paladar menos exigente del universo: se me atrofió a fuerza de fajarle a todo lo humanamente comible en tantos años de becas. Eso sí, hubiera votado con ambas manos por cualquier libro de cocina que ofreciera una reseña de ingredientes alternativos, esos que vienen al rescate cuando no tenemos “lo que de verdad lleva”.

Al final uno tiene que vivir, pero aquello de “a falta de pan casabe” es sin dudas el peor consuelo que nos legaron los ancestros. En virtud de esa divisa, ya ni distinguimos lo genuino del invento y, al menos en el férfere, lo aceptamos como tal. Pero no nos engañemos, que ni el mondongo es carne, ni el bagazo picadillo ni la suegra familia.

Ejemplo histórico, el Cerelac. Aquella avena cementosa de ingrata recordación nunca fue ni será leche en polvo, pero igual con ella hicimos cremita, nos la bebimos caliente, la disimulamos con café o chocolatín, nos ayudó a entretener el hambre tragándola por puñados que desatorábamos con milordo, munga, sopaegallo o como quiera que llaméis al socorrido aguazúcar…

Un día, de pronto, el Cerelac desapareció. Se fue, como se fueron la zeolita, el noni y el Girasol de Opina. Nadie lo extrañó demasiado, salvo para invocarlo como ejemplo de tiempos peores. Pero como un sueño recurrente, el Cerelac regresó, reencarnado en algo denominado fórmula láctea, para sustituir la leche en polvo entera y descremada.

Las instrucciones para elaborar este sustituto son tan precisas que rozan lo surreal, lo siguarayesco… Le advierto, tenga cerca un reloj para vigilar que el agua hierva durante seis minutos tras su primera ebullición, vaya consiguiéndose un termómetro para asegurarse de que refresque a 30 °C, y alguna probeta para verificar que un litro de agua más 100 gramos del polvo –pesados en báscula- le den 837 mL de… “fórmula láctea”.

La recepción ha sido benévola, quizás por la amnesia de nuestros paladares. Se dice que esta fórmula le da cuerpo a los batidos, que calentica te entona el estómago, y que no se diferencia mucho de la leche, ni recuerda tanto al Cerelac…

Allá ellos. Pero sigan pensando que el mondogo es carne…

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