¿Cómo hablar de lo que nos duele? Hacia una sociedad civil cubana transnacional

Si bien la sociedad civil aún no ha echado raíces profundas en la Isla, tampoco ha florecido en el otro “polo”, al otro lado del Estrecho de la Florida, en la supuesta capital de la diáspora cubana.

Tres niñas de 11 y 12 años murieron al desprenderse el balcón de un edificio en La Habana Vieja. Foto: Ernesto Mastrascusa/EFE.

Tras el desplome de un balcón en el barrio Jesús María de La Habana Vieja que resultó en la trágica muerte de tres niñas cubanas el 27 de enero, el escritor y realizador cubano Eduardo del Llano compartió en las redes sociales un video en el que hace varias observaciones agudas y necesarias. Una de ellas es tan sencilla y evidente que muchos la descartarán como trivial, o irrelevante, o hasta irreverente. Dirán algunos que no es el momento todavía, a la sombra de semejante tragedia, de señalar verdad tan meridiana. Pero se trata de una verdad indiscutible y de gran alcance: estas tragedias, que tanta angustia provocan y que tanta condena justificada suscitan, suceden en todas partes del mundo.

Antes de juzgar o defender la intervención de Eduardo del Llano, reconozcamos que las reverberaciones políticas de la desgracia las sentimos todos, en todos los puntos geográficos y en todos los puntos del espectro político. Dos días después de lo acontecido, Televisión Martí ya anunciaba desde Miami que “organismos independientes acusan al régimen castrista por la alarmante situación de la vivienda en el país.” Y los comentarios sobre esta emisión que se subió a Youtube con el titular “Sepelio de adolescentes en La Habana”, lejos de suprimir las declaraciones políticas en momento tan doloroso, se ensañaron con el régimen castrista y en contra del comunismo en general, con los acostumbrados epítetos e improperios.

Tampoco tiene sentido juzgar o defender a los que, adoloridos y angustiados por las muertes evitables y por el espantoso deterioro de la ciudad maravilla del mundo, expresan su rabia, su desconcierto, su desesperación ante semejantes hechos. Pero sí debemos concordar en que tarde o temprano, ante esta tragedia y ante futuras crisis y disyuntivas, debemos esforzarnos en desarrollar un discurso racional y constructivo, pues se trata de crisis o de disyuntivas profundamente sentidas por cubanos, físicamente presentes y geográficamente lejos, y a la larga el futuro de la comunidad transnacional cubana depende de nuestra capacidad de comprensión y colaboración, de nuestra capacidad de identificar metas comunes y criterios compartidos. ¿Cómo hablar, responsablemente y de manera constructiva, de lo que nos duele?

Reflexionemos, entonces, sobre la verdad señalada por Eduardo del Llano, verdad que a pesar de su sencillez se resiste a la comprensión colectiva y las conclusiones necesarias. ¿Qué nos exige esta verdad como sujetos que atestiguamos y analizamos, que reaccionamos y discutimos los acontecimientos que nos duelen, que colocamos estos eventos en las narrativas históricas imperantes y las estructuras ideológicas recibidas?

Hace menos de dos años en Miami colapsó un puente peatonal causando la muerte de seis personas. No se produjo, desde luego, una ola de sentimiento anticapitalista, ni se reflexionaba sobre el papel del profit motive en esta desgracia, ni se promulgaron llamados a cambiar el sistema de gobierno municipal, estatal, ni nacional —y mucho menos en el discurso cubano-americano. Esto es fácilmente comprobable comparando los comentarios de los usuarios de Youtube sobre los dos incidentes. Estos comentarios pertenecen a dos universos discursivos incompatibles, a dos language games con reglas contradictorias.

En pocas palabras: en Cuba los problemas son parte de un sistema, y este sistema se denuncia; en Estados Unidos los problemas son asunto de particulares, y no caben cuestionamientos sistémicos. En Cuba los responsables son los jefes de estado, mientras que en Estados Unidos no señalamos siquiera el National Transportation Safety Board.

¿Esto cómo se explica? ¿A qué se deben reacciones tan polarizadas ante lo que son, a fin de cuentas, tragedias bastante análogas? Eduardo del Llano ya anticipa en su reflexión la respuesta predecible. “Me van a decir que allí la culpa no es del gobierno, la culpa es de la compañía que está construyendo.” Y por cierto, en el caso del puente peatonal en Miami, las demandas legales se hicieron en contra de las compañías de construcción y no en contra de las entidades estatales responsables —los inspectores, por ejemplo, o las entidades municipales que aprobaron los planes, o el National Transportation Safety Board.

Pero demos un paso más en el análisis sistémico, análisis que no suele aparecer ni en los medios masivos en los Estados Unidos ni en los comentarios de los que consumimos lo producido por estos medios. Todos aceptaríamos, si reflexionamos un poco, en que sin determinadas regulaciones estatales, el motivo de lucro o el profit motive que impera en el mercado, aquel afán desenfrenado de “maximizar” las ganancias y minimizar los gastos, colocado por encima de las consideraciones sociales, produce miles de víctimas e incluso muertes todos los años. Las pruebas abundan.

¿A qué se debe, si no a la supeditación de los deberes sociales al motivo de lucro, la tragedia de los aviones Max 8 de Boeing que entre ocho accidentes dejaron un saldo de 257 muertos? Ya manifiestan los documentos internos de la compañía que las abundantes preocupaciones y advertencias de ingenieros y analistas se suprimieron. ¿O la epidemia de adicción y sobredosis del opioide perfectamente legal, Oxycontin, de Purdue Pharmaceuticals, epidemia manufacturada de manera consciente y calculada y que ha acabado con las vidas de miles de personas? ¿O la supresión por la industria tabacalera de la evidencia de los efectos dañinos de sus productos? ¿O las personas que han muerto por no poder costear la insulina tras un radical incremento en el precio por compañías como Eli Lilly, en un caso manifiesto de profiteering? ¿Por qué no surgen ni en los medios masivos ni en las redes sociales —y mucho menos en el discurso político de la diáspora cubana— las denuncias del estado y análisis sistémicos del fenómeno?

Existe una explicación superficial, y hasta cierto punto comprensible. Cuando un Estado nacionaliza las empresas grandes y pequeñas, y se arroga toda la autoridad sobre la actividad comercial y económica, e impone una planificación centralizada, es natural, hasta cierto punto, que las denuncias por negligencia o mala fe se dirijan contra el propio Estado. Pero de nuevo, un mínimo de reflexión pone de manifiesto que en ambos casos, en ambos contextos político-económicos, existen complejas redes de poder y responsabilidad que incluyen a obreros, contratistas, ingenieros, funcionarios, entidades supervisoras, legisladores y gobernantes.

Es impensable en realidad una economía “completamente centralizada” o “completamente descentralizada”. La predecible explicación, entonces, de que en Cuba el Estado debe asumir la responsabilidad entera mientras que en Estados Unidos el Estado no debe asumir ninguna responsabilidad se vuelve absurda. Debemos ser capaces de hablar de los problemas sistémicos, tanto de los problemas similares como de los problemas disímiles, de ambos lados del Estrecho de Florida. Sin embargo, como comunidad transnacional, aún no nos hemos mostrado capaces.

El asunto que nos ocupa en esta breve reflexión no es la economía política sino la sociedad civil —el discurso cívico, el diálogo responsable, el juicio racional, los planteos constructivos— y el ejemplo de los derrumbes debe servir como un claro ejemplo, reciente y traumático, entre muchos ejemplos clarísimos, de que no hemos sido capaces aún de identificar metas comunes ni criterios compartidos y consistentes. Persiste una visión binarista, maniquea, heredada de la guerra fría, que aún nos impide hablar de forma responsable y sensata de asuntos de enorme importancia para todos, como los accidentes trágicos aquí comentados.

Y si no podemos hablar lúcidamente, con un mínimo de coherencia, de dos sucesos concretos tan análogos debido al hecho que entre los dos se interponen el Estrecho de Florida y dos cosmologías incompatibles, ¿cómo hacemos para hablar de asuntos más complicados como la pobreza, la democracia, la libertad, la identidad cultural, el racismo, la violencia contra la mujer, el abuso policial, es estado carcelario, los derechos de la comunidad LGBT, el equilibrio idóneo entre el estado y el sector privado?

El documental de María Isabel Alfonso, Rethinking Cuban Civil Society, nos encamina en este proyecto social, intelectual, y político. El documental establece desde su inicio que la sociedad civil, tal como se entiende en el contexto internacional y tal como la caracteriza Rafael Hernández en su ensayo de 1993, Mirar a Cuba, no ha podido echar raíces profundas en la isla. La sociedad civil es un “concepto secuestrado,” un ideologema que el estado de partido único ha “tragado” o “coopatado,” a tal punto de enviar delegaciones de funcionarios gubernamentales a foros convocados expresamente para las organizaciones no gubernamentales, como los foros que tuvieron lugar de manera paralela en La Cumbre de las Américas en Panamá en 2015.

He intentado sugerir en esta reflexión, sin embargo, que si bien la sociedad civil aún no ha echado raíces profundas en la Isla, tampoco ha florecido en el otro “polo”, el otro centro de gravitación política y cultural, al otro lado del Estrecho de Florida, en la supuesta capital de la diáspora cubana —ni en los medios de comunicación ni en el discurso político ni en buena parte de las redes sociales.

¿Cuáles son las condiciones mínimas para la germinación y el cultivo de una sociedad civil transnacional, para la “plaza pública virtual”? Porque si bien no existe sociedad civil sin disenso, también es cierto que el desacuerdo requiere un acuerdo previo, como en el dominó o en el boxeo. La sociedad civil es una estructura precaria que requiere un delicado equilibrio de fuerzas, una especie de ingeniería social, un equilibrio entre el forcejeo y la colaboración, entre el pugilismo y el compromismo mutuo.

Si la sociedad civil requiere una serie de condiciones institucionales, históricas, culturales, e ideológicas, una especie de contrato social, el acatamiento de todos a ciertas premisas fundamentales, el modesto propósito de esta reflexión es ofrecer una premisa posible, una posible regla del juego o rule of engagement.

Propongo que aceptemos como punto de partida una premisa que, tal como la observación de Eduardo del Llano, es fácil de comprender pero difícil de asumir debidamente: el modelo realizado no existe en ningún lado.

Cuando un puente colapsa en Miami y seis personas mueren, y un balcón colapsa dos años después en La Habana y tres niñas mueren, debemos ser capaces de reconocer que ninguno de los “polos” o “sistemas” ha resuelto los problemas fundamentales, ninguna de las cosmologías político-económicas ha dado con la fórmula para combatir la desidia urbana, por ejemplo, o para erradicar el hambre, para resolver “la alarmante situación de la vivienda” ni allá ni acá, para eliminar la brutal y persistente violencia policial, sobre todo contra los negros, para abolir el estado carcelario. Ningún contrato social ha dado con la fórmula para el desarrollo de una prensa libre y responsable, una democracia transparente, participativa, e igualitaria, un sistema electoral confiable, un sistema judicial imparcial.

Si la propuesta resulta demasiado obvia, reconozcamos por lo menos que hasta el momento el discurso cívico transnacional, aquella multitud congregada en la “plaza pública virtual,” no ha cobrado plena consciencia de sus propias distorsiones. Sigue operando bajo una radical asimetría geopolítica e ideológica, bajo una especie de ley newtoniana según la cual la masa más grande ejerce una fuerza gravitacional mayor, y donde se sobreentiende que tarde o temprano la masa menor debe entrar en la órbita de la mayor.

Una sociedad cívica transnacional cubana debe arrancar con el rechazo declarado y sostenido de esta ley de gravitación, un rechazo contundente de las epopeyas oficialistas de Miami, de Washington, y de La Habana, de las hegemonías políticas antagónicas pero terriblemente desiguales, con un rechazo explícito —y aquí me dirijo más a los cubanos y cubanoamericanos en el “polo norte”, en la supuesta capital de la diáspora— a esa idea tan débil pero tan profundamente arraigada de que el mejor de los mundos posibles ya existe, más o menos, y que florece en la tierra firme de América del Norte.

Los cambios a ambos sistemas deben ser profundos, radicales, estructurales, sistémicos; no debemos suponer que el resultado debe encontrarse en algún punto equidistante entre los dos polos, entre los dos centros de gravitación; y finalmente, dadas las profundas asimetrías, los obstáculos tan diferentes que enfrentamos en los dos polos, no debemos suponer que los contratos sociales que se proponen en ambas orillas han de parecerse, aún cuando se atienen ambos a las normas internacionales y los principios universales.

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