Conmigo no cuenten para odiar porque yo tengo dos patrias

El maestro Carlos Lazo y su "insistencia por enlazar en un abrazo a mi mamá y a mi papá": Cuba y Estados Unidos.

El profesor Carlos Lazo comparte con sus alumnos de Seattle con niños cubanos de La Colmenita. Foto: Cortesía del Autor.

Conmigo no cuenten para odiar porque yo tengo dos patrias; Cuba y los Estados Unidos. Cuba es mi madre y los Estados Unidos es mi padre.

Viví la primera mitad de mi vida desandando las calles de la Habana y la otra mitad entre Seattle y Hialeah. Nací y crecí en Jaimanitas, un caserío de pescadores al oeste de la Habana. De niño en aquel pueblito, las personas mayores conocían mi nombre y si me tenían que regañar, me amonestaban como si yo fuera uno de sus hijos. “¡Deja que se lo diga a tu mamá!” era la frase más efectiva para recordarme los buenos modales.

Mi infancia transcurrió jugando a los escondidos (o a los cogidos) y en torneos de béisbol donde la pelota era un taco. En Jaimanitas, los vecinos irrumpían por la puerta sin avisar, preguntando “comadre ¿ya coló?” o “¿tendrá dos cucharaditas de azúcar?”.

A veces se oía un susurro de “¡cómo jode esta gente!” que no llevaba malicia sino cariño. Allí recibí la savia de amor que me ha acompañado toda la vida. También aprendí allí que se puede ser feliz con casi nada y que un abrazo puede ser el mejor bálsamo para aliviar las penas.

Yo no puedo odiar ni a aquellos ni a estos. He pasado la primera mitad de mi vida allá y la segunda mitad aquí. Fue en esta orilla donde hice realidad mis más caros sueños. Por servir y agradecer a mi país adoptivo, hasta soldado-enfermero he sido, bajo el blasón de las barras y las estrellas.

En la guerra, en medio del humo y la metralla, socorrí a marines “Made in USA” que yacían heridos. Y cuando no hubo más remedio, los abracé como se abraza a un hijo que se va, con aquel abrazo sanador que aprendí de niño en el pueblito de pescadores.

Años después, también en esta orilla, me hice maestro. He llevado a mi aula la mitad mía que viene de mi Isla. Aquí me he dado entero y he ofrecido lo que fui y lo que soy. Niños rubios o negros, de tez cobriza o de ojos achinados, me llaman por mi nombre (un arcoíris de humanidad, eso es mi aula).

Sus voces llevan la misma ternura de aquellas voces que entonaban mi nombre cuando yo era pequeño. No las puedo separar. Son idénticas. Y yo quiero por igual a aquellos del barrio de ayer y a estos de hoy, en Seattle. No puedo (¡Dios me libre!) desearles mal o lastimar ni a los unos ni a los otros.

Es tanta mi insistencia por enlazar en un abrazo a mi mamá y a mi papá —ya saben, Cuba-USA y mi trauma de padres divorciados— que he llevado a mis chamas (así les digo cariñosamente a mis estudiantes, mis chamas) a caminar por las calles de mi infancia.

Los he soltado en la Habana, en los mismos callejones que me vieron correr de pequeño, y ellos han abierto puertas sin preguntar “se puede”. Bajo el conjuro y sincretismo de dioses africanos o teutónicos ¡vaya usted a saber! esos niños han amado a mis vecinos instantáneamente.

Y la gente de mi barrio (no podría ser de otra manera) han reciprocado el cariño como si amaran a hijos propios. Así han querido en Cuba ¡en toda Cuba! a mis niños norteamericanos. En esos momentos, como por arte de magia, los unos han devenido los otros y todos, los de aquí y los de allá, han sido uno. Y de golpe, como si de pronto recordara algo que tuve por mucho tiempo olvidado, he comprendido cuál es el destino de gente como yo; gente con dos patrias y un corazón unido en la ternura. Ese destino es ser puente de amor, unir en un abrazo a la madre al padre y a todos los hijos.

Por eso es que les digo; conmigo no cuenten para odiar –ni siquiera en estos tiempos donde parece que se impone el odio. Sé que el amor, incluso el amor derrotado, es más poderoso que el odio. Y yo tengo mucha gente que amar porque llevo dos patrias a cuestas; Cuba y los Estados Unidos.

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