El habanero que llegó con la lluvia

Tenía 42 años cuando las balas españolas le atravesaron el pecho. Y todavía tiene mucho que hacer llover entre cubanos.

José Martí

El 25 de noviembre de 1891, procedente de Nueva York, José Martí llegó por primera vez a Tampa para una visita que duraría tres días. Testimonia Gonzalo de Quesada y Miranda: “Como Presidente del club ‘Ignacio Agramonte’ de Tampa, Néstor Leonelo Carbonell, cumpliendo un acuerdo de esa asociación, invitó a Martí, por conducto de Enrique Trujillo, para tomar parte en una magna fiesta de carácter artístico-literario a beneficio del club. Martí llegó a media noche [a la terminal de ferrocarril de Ybor City] siendo objeto de una entusiasta ovación, no obstante lo avanzada de la hora y la fuerte lluvia que caía. El 26 y el 27 Martí pronunció en el Liceo Cubano sus famosos discursos conocidos por ‘Con todos y para el bien de todos’ y ‘Los Pinos Nuevos’, respectivamente. Antes de regresar a Nueva York, el 28, dejó fundada la Liga de Instrucción, sociedad análoga a la ya existente en Nueva York, y también fueron aprobadas las Resoluciones que resultaron ser como precursoras de las Bases del Partido Revolucionario Cubano”.

En el primero, sentenció: “Y pongamos, alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: ‘Con todos, y para el bien de todos’”. Y en el segundo: “Rompió de pronto el sol sobre un claro del bosque y allí, al centelleo de la luz súbita, vi por sobre la yerba amarillenta erguirse, en torno al tronco negro de los pinos caídos, los racimos gozosos de los pinos nuevos: ¡Eso somos nosotros: pinos nuevos!”.

Había salido al exilio a los 17 años, después de un presidio traumático que le dejaría huellas físicas y psicológicas hasta su muerte. Viajero indetenible, como quien no tiene ni casa propia, ni ciudadanía, anduvo como un peregrino por España, México, Guatemala, Venezuela y los Estados Unidos.

En Nueva York se dedicó a organizar durante quince años una guerra de liberación nacional y a tratar de fundar ese partido que aunara a un pueblo dividido apelando a los cubanos de buena voluntad, con el óbolo de los humildes y los tabaqueros de Ybor City y el Cayo. Eso fue justamente, para él, Tampa, a la que volvería varias veces: concreción y júbilo.

Recién llegado a la Unión, como buen liberal, alabó sus libertades democráticas e individuales, que entonces consideró “escudo, esencia de la vida”” Pero al cabo de un tiempo, estudiándolos y conociéndolos como los llegó a conocer –es decir, como nadie en su momento americano–, siguió de largo y estableció dos verdades claras y distintas.

La primera, que el monopolio estaba sentado a la puerta de los pobres, implicando con ello que con inequidades excesivas no podía haber ni felicidad, ni demasiadas libertades; la segunda, que los Estados Unidos se estaban convirtiendo en lo que llamó “la Roma americana” y concibiendo planes nocivos para Nuestra América, constructo político-cultural madurado dos años antes de morir en un ensayo homónimo, uno de los más portentosos que hayan salido de pluma alguna, donde el castellano de este lado del Atlántico destella con luz natural junto a Cervantes, Santa Teresa, Gracián y Quevedo.

En los Estados Unidos rompió con los líderes históricos de la independencia, gesto en el que se le fue la vida, pero decidido después de haber experimentado en carne propia el caudillismo latinoamericano en México, Guatemala y Venezuela, tres de sus “dolorosas repúblicas”, algo que no quería para su proyecto, basado en la prevalencia de instituciones y no de individuos. “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”, le escribió a uno de los militares más brillantes y bravíos de la Guerra Grande.

Toda su existencia la pasó en función del otro, vestido de negro, como partido por un rayo. Lo echó todo al fuego, hasta su propia vida personal. Y siempre a merced, como estampó en otra carta, de “la ingratitud probable de los hombres” y de ser incomprendido por compatriotas que a veces lo acusaban de convocar y no hacer. De ahí, en parte, su obsesión por convertirse en un “poeta en actos” y sus juicios sobre unos versificadores que rimaban mal, pero morían bien. Dígase lo que se diga, tampoco lo comprendió la camagüeyana con la que había contraído matrimonio. No alcanzaba a asimilar que le interesara más una patria difícil y difusa que la reproducción simple de la vida y sus alrededores.

Parque Amigos de José Martí, Ybor City, Tampa.

Y en un diario de campaña, en el que centellean síntesis y poesía, dio fe del diferendo con el General, una evidencia de que la ruptura anunciada en aquella carta del 20 de octubre de 1884 no estaba totalmente zanjada. En sus andares por los campos de Oriente, le llamaban espontáneamente “presidente” porque lo sentían el alma de todo el movimiento; pero el apelativo hizo reaccionar, repetitivo, al militar de blanco: “No me le digan presidente: díganle General: él viene aquí como General: no me le digan presidente. Porque yo no sé qué les pasa a los Ptes., que en cuanto llegan ya se echan a perder, excepto Juárez, y eso un poco y Washington”. Dos jornadas antes de morir, el 17 de  mayo, anota sin embargo: “Rosalío, en su arrenquín, con el fango a la rodilla, me trae, en su jaba de casa, el almuerzo cariñoso: ‘por usted doy mi vida'”.

En uno de sus apuntes, escribió: “Y si mato una mosca, me pongo a discutir con angustia con mi conciencia si he tenido el derecho de matarla”…, él, que había convocado una guerra para matar hombres, pero concebida como un parto rápido e imprescindible para el nacimiento de una nueva criatura, porque era todo humanismo, como su pensamiento mismo.

Ese humanismo discurrió por varias avenidas, una de ellas el rechazo al odio. “El odio no construye”, sentenció.  Otra, el respeto absoluto a la opinión ajena a partir de una de una postura ética. Siete años antes de llegar a Ybor City, le había escrito a Néstor Ponce de León:

Miente como un zascandil
El que diga que me oyó
Por no pensar como yo
Llamar a un cubano “vil”.

[…]

¡Que dijera yo de aquel
De opinión diversa, si
Me llamara vil a mí
¡Por no opinar como él!

A mis hermanos en pena
No los he de llamar viles.
Los viles son los reptiles
Que viven de fama ajena.

Tenía 42 años cuando las balas españolas le atravesaron el pecho. Y todavía tiene mucho que hacer llover entre cubanos.

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