El sobreviviente tiene que intentarlo todo

Notas sobre la rebelión contra el racismo antinegro en las Américas, esa pandemia.

Madre e hijo. Foto: Cortesía de la autora

Incontables, las horas. Así lo eran desde marzo, cuando nos lanzamos de cabeza al confinamiento pandémico. Entonces, la muerte se revelaba como lo que siempre es, pero evitamos recordar: obstinadamente presente, afuera, adentro, en la calle, sobre cada superficie que tocamos, el aire cargado de invisibles gotas asesinas.

Solemos vivir olvidando la constancia de la muerte. Pero para los negros en las Américas, ha resultado siempre más difícil hacerlo.

Somos sobrevivientes. Los africanos esclavizados no fueron traídos a este continente con la intención de que sus descendientes llegásemos hasta el día de hoy siendo individuos detentores de los mismos derechos constitucionales que protegen a nuestros conciudadanos. No estaban en el plan inicial del sistema hegemónico, que perdura hasta el presente, nuestra resistencia y mucho menos nuestra furia e insumisión. Fueron nuestros ancestros y somos nosotros aún una porción desechable de la población.

Por eso, no resulta sorprendente que al menos en los Estados Unidos la mayoría de las víctimas del coronavirus sean negros, latinos y enfermos pertenecientes a otras llamadas minorías étnicas. Tampoco que el temprano cese del confinamiento en algunos estados fuese recibido con trepidante entusiasmo en sectores sociales mayoritariamente blancos, donde los estragos de la pandemia eran mucho menores. La precariedad de la vida negra es un hecho aceptado con naturalidad. “Fatalidad subhumana”, podría haber sido la respuesta dada por el expolicía Derek Chauvin a quienes en vano intentaban recordarle que estaba asesinando a un ser humano, si hubiera juzgado pertinente aligerar la presión que mantuvo su rodilla sobre el cuello de George Floyd, por ocho minutos y 46 segundos. Casi tres minutos de más tras el fallecimiento de su víctima, como para asegurarse de haber completado exitosamente el linchamiento.

El agónico Floyd gemía, “no puedo respirar”; pero poco importaba porque, para Chauvin, su vida no meritaba ser preservada. Tampoco lo fueron para sus verdugos la de Ahmaud Arbery, que hacía jogging en un barrio suburbano del sur de Georgia, al ser perseguido y ejecutado por racistas blancos, y la de Breonna Taylor, tiroteada sin motivos en su propia casa por la Policía, el pasado 13 de marzo.

El acoso y el asesinato reciente de estos negros, a los que hay que adicionar cientos de otras víctimas del abuso policial y de crímenes raciales, catapultaron el cansancio y la rabia hoy derramados sobre las calles.

Una manifestante posa para la prensa ante un vehículo policial en llamas en Los Ángeles, el sábado 30 de mayo de 2020, durante una manifestación por la muerte de George Floyd. Foto: Ringo H.W. Chiu/ AP

 

Cansancio de la deshumanización, de la asfixia constante, de tener que luchar diariamente por sobrevivir. Más espesas aún se suceden las horas desde hace dos semanas, cuando comenzaron las protestas por la ejecución de George Floyd en una esquina de Minneapolis. Más incontables esas mismas horas. Y todavía la muerte. Y el insomnio.

Repaso una y otra vez en Internet las imágenes de las manifestaciones y la represión policial. Pensando, temiendo, deseando. Deseo el fuego que arrase de una vez con un sistema que, en todas partes del planeta, con mayor o menor intensidad, mantiene a los seres desechables, aquellos que por una razón u otra no son considerados lo suficientemente humanos, en estado de permanente asfixia.

Más visible es la violencia contra el negro en los Estados Unidos, pero ocurre igualmente en todas las Américas, recordándonos que nuestra mera existencia, esa supervivencia, es en sí misma un acto subversivo. Desde que nacemos, día tras día hay una rodilla o un par de manos presionando nuestro cuello: el insulto racista, las oportunidades súbitamente tronchadas, la burla, los obstáculos a cuanto hacemos, la reticencia del blanco a aceptar su responsabilidad dentro de un sistema estructurado por la supremacía blanca. Nuestros movimientos son siempre frenados por esa insistente falta de oxígeno.

Por eso no me sorprenden las críticas enarboladas por algunos contra las masivas manifestaciones en defensa de la vida del negro. Se condena la violencia, la destrucción de los comercios y la apropiación de mercancías, la quema de estaciones de Policía, la paralización de las calles, el grito. Aducen que esas no son formas válidas de protesta. Son comprensibles esas reacciones, pues el puño alzado va dirigido contra las estructuras protectoras del orden que garantiza sus privilegios. No puede entonces haber subversión “válida” que resulte realmente efectiva, porque la validez a la que se refieren estos críticos es pautada por el sistema que los protege. Piden que protestemos dentro de su campo de batalla, siguiendo sus códigos, porque saben que esos códigos son solo instrumentos de perpetuación de su sistema.

Entonces, nada hay que pedirle a quien, no sin razón, ve en la quema de un supermercado la rabia a la que hasta entonces le ha negado expresión; aquella que lentamente nos consumía en nuestra asfixia cotidiana. Lucen chamuscados, tras las protestas, los espacios urbanos donde suelen limitarse los pasos del negro; donde, de aparecer, se le mira con desconfianza o se le acerca amenazante la Policía, de donde se le barre de inmediato. Han perdido su esplendor —temporalmente, pues no hay dudas de que en poco tiempo serán reconstruidos— estos espacios alzados con el aliento que nos han arrebatado por siglos, con nuestra asfixia.

Un manifestante gesticula delante del edificio en llamas de la comisaría del 3er distrito, el 28 de mayo de 2020, en Minneapolis. Foto: Julio Cortez/ AP

 

Con el paso de los días, se han masificado las protestas, al tiempo que han devenido más pacíficas, aun si la represión policial, respaldada por fuerzas militares, va in crescendo. Impresionan las imágenes de las multitudes: diferentes razas, etnias y orígenes confundidos, unidos todos en una fatiga mutua, la impaciencia ante la injusticia, los desmanes policiales tanto como las presiones económicas y el incremento de las desigualdades. Aflora incluso, en el maremágnum multirracial, el inminente deseo de provocar un cambio real en la sociedad, de desmantelar su sistema. Las fuerzas represivas, por su parte, ayudan a cohesionar la multitud ya reunida por la sinérgica asfixia, cuando reparten golpe y gas por igual a hombres, mujeres de cualquier edad y condición, de cualquier color, aun si protestan pacíficamente y no oponen resistencia. Una joven mujer blanca usa su cuerpo como escudo, protegiendo a un manifestante negro a punto de ser embestido por la Policía. Rahul Dubey, hombre de negocios indo-americano, alberga en su casa por una noche a casi 70 personas gaseadas por los represores, en Washington DC.

Aflora también el aluvión de notas solidarias. Algunas parecen sinceras y tal vez reconfortan. Otras me provocan triste sonrisa. Instituciones cuya indefectible defensa del privilegio blanco ha sido denunciada por negros desesperados en su asfixia, clamando por un poco de aire en la vida cotidiana, emiten ahora notas de condolencia y apoyo. Las recibo con sorna, más bien con una mueca, si vienen de cubanos que encarnizadamente han hecho todo lo posible por abortar la expresión de protesta del negro y la negra que tienen cerca. ¿Recordarán sus gestos estranguladores? Tal vez ellos los hayan olvidado, pero quien ha estado bajo su acoso no puede olvidarlos.

No hay demasiada diferencia entre burlarse o cancelar la denuncia de expresiones antinegras de cubanos de la Isla y la diáspora, y criticar la protesta contra el racismo en los Estados Unidos. Es el mismo gesto del capataz airado. La misma rabia que se intenta enmudecer en una y otra instancia. Siempre el privilegio blanco que se defiende a toda costa. ¿De qué sirven las hipócritas notas solidarias de quienes figuran en el centro de las abrumadoramente blancas élites institucionales e intelectuales de la Isla y su diáspora?

Más allá de la solidaridad, se impone la acción. Y no será siguiendo las reglas del juego impuestas por quien no acepta mi derecho a la rabia. Hay que intentarlo todo, hay que fallar y volver a intentarlo. Las palabras de un enérgico Cornel West incitando a la rebelión antisistémica, mientras retoma la vieja máxima de Samuel Beckett “Try again. Fail again. Fail better”, me ayudan a vencer el miedo a las hordas de blancos armados, dispuestos a defender del fuego subversivo las propiedades de las que son dueños gracias al sudor de nuestros antepasados y a nuestra asfixia de hoy. Me pertrechan contra la represión policial e institucional, contra el odio en los ojos de quienes, por ser negra, no me reconocen como ser humano cabal. Me protegen del miedo que siento al ver a mi hijo crecer dentro y para la asfixia.

Tantos miedos que al final terminan convirtiéndose en grito. Antes de que la opresión sea tan fuerte que, sintiendo el aire desaparecer de la garganta, solo resten fuerzas para dejar escapar un casi inaudible “no puedo respirar”, hay que levantarse y gritar y exigir que dejen de estrangularnos. Ahora que todavía, tal vez, nos queda algo de vida.

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