Elogio de la croqueta

A la cubanía de hoy corresponde la croqueta, un producto más superficial que el ajiaco

Foto: Food Amigos/Youtube

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Miami ha creado el “Día de la Croqueta” el 1 de octubre, una deferencia que de seguro quedará mejor enganchada en la memoria de sus habitantes que otras cosas menos pintorescas que celebrar ese día, como por ejemplo el “Día Internacional de la Música”, establecido por la UNESCO en 1975 o la fundación de la NASA en 1958. Eso para no mencionar algo tan lejano como el establecimiento de la Inquisición española por Fernando VII o algo tan contradictorio como el “Día Internacional del Vegetarianismo”, que va en franca discrepancia con la idea de la croqueta objetivamente hablando, o, como dijera Kant “la croqueta en sí” (los que amamos las croquetas sabemos que decir “croqueta de vegetales” es una falacia tan grande como decir “política cultural” o “cantante de reguetón”)

Sin embargo, para esta ciudad y los cubanos que la vivimos o la padecemos, según la quincena, no podía existir un mejor motivo de celebración. La croqueta es exactamente la expresión actual de la cubanía. El ajiaco romántico de Fernando Ortiz es una idea mucho más bella, pero un ajiaco lleva demasiados ingredientes, demasiada mezcla, demasiada candela… y la cubanía de hoy no es tan sofisticada. A la cubanía de hoy corresponde la croqueta, un producto más superficial, que se hace más rápido, con menos ingredientes y que se ha colado donde quiera: en el inexpugnable sushi japonés, en las baguettes de la France, en el mashed potato americano o en la esquina de las cajitas de cualquier cumpleaños en La Habana.

La croqueta, al igual que una parte importante de nuestro origen, también vino de España, y también se contaminó y dejó su descendencia criolla, una nueva croqueta diferente a la original. La croqueta también triunfó en Miami, y en cada restaurante cubano por el mundo y hoy se adapta a cualquier entorno, cualquier salsa le viene bien, picante, agridulce, mostaza, ketchup… lo que aparezca, lo mismo en la mañana que en el almuerzo o la cena, como merienda, como picadito, da igual… una vez que se hizo la croqueta ya no hay manera de ignorarla, no importa de dónde vengamos porque la croqueta no distingue raza, color, sexo o clases sociales.

La croqueta (como nosotros) puede tener también más o menos sustancia, unas tienen más grasa que otras, unas quedan más tostadas y otras a medio hacer, unas con ingredientes de mejor calidad que otras, pero todas son comibles a su manera, en su momento. Porque filosóficamente hablando, la croqueta es el remedo de una sustancia pura y superior (la carne, el pollo, el jamón) rebajada, mezclada, condimentada y amoldada para ser convertida en algo más simple. Y como toda obra de arte, forjada en el fuego, en este caso del aceite hirviendo, para llegar a nuestras manos con una nueva forma y por supuesto un nuevo significado.

Cuando miramos fijamente una croqueta, es como si ella también nos mirara, cuando la abrimos a la mitad para ver su aspecto ella nos muestra su interior como lo hace un amigo o una pareja. A veces no entendemos qué es lo que hay dentro, pero algo nos huele bien y nos incita a probar.

Siempre que veo una croqueta me remito a la interpretación de un gran amigo que una vez me dijo que la croqueta la había inventado el mismísimo Jesucristo, en ese pasaje donde, con cinco panes y dos peces, dio de comer a una multitud. “Tuvo que haber hecho croquetas, no hay otra forma”. Y me reconforta creerle ese origen divino a algo tan terrenal y tan simple y me pone romántico, como Don Fernando Ortiz y me pregunto si acaso no será una buena idea considerar la croqueta como un símbolo patrio y justo cuando estoy a punto de considerarlo una idea absurda, la Ciudad de Miami instaura el “Día de la Croqueta”, como para demostrarme que cualquier sueño, por más extraño que parezca, es posible aquí, donde ya la croqueta se ha ganado su lugar en el cielo y no precisamente de la boca.

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