Graduación de altura

Busto de José Martí en la cima del Pico Turquino. Foto: Rafael Cruz.

Busto de José Martí en la cima del Pico Turquino. Foto: Rafael Cruz.

Me atrevería a decir que cerca del noventa por ciento de quienes estudiamos seis años (1973-1979) en la Lenin, nos graduamos en una ceremonia peculiar. Con el paso del tiempo, solemos decirle “la graduación del Pico Turquino”, pero en realidad no fue de esa manera. El acto de la entrega de diplomas en sí ocurrió en la llanura. Recibimos los títulos a ras de suelo, aunque es cierto que antes escalamos la montaña más alta de Cuba.

Primero, nos trasladaron en unos trenes maravillosos que seguramente ya no existen. Enormes, velocísimos, y con todo el equipamiento que debe llevar un tren, aquellos eran inmejorables. Algunos profesores nos acompañaron. En total, éramos cerca de mil cristianos enrolados en la aventura de atravesar la Isla desde La Habana hasta Santiago.

Al llegar, fuimos recibidos –y todo el tiempo atendidos– por una brigada de militares, cuyas sonrisas no impidieron que nos impusieran sus rígidos horarios. Nos armaron un campamento idílico, en la base del macizo montañoso que escalaríamos, a la orilla del río La Plata. Las hamacas sostenidas por rústicos palos, los albergues con techos de lonas, sin puertas ni privacidad alguna, y el amplio comedor a la intemperie, no eran grandes novedades para nosotros. Estábamos acostumbrados a trabajar la tierra, a pernoctar con la entusiasta promiscuidad que tanto gusta en la adolescencia, a convivir hombro con hombro muchachas y varones.

Una vez más estábamos juntos, revueltos, felices, aún a sabiendas de que sería la última vez. Más allá de la solemnidad del lugar, de su enorme significado histórico, sentíamos que nos estábamos despidiendo de muchas cosas a la vez, de la mejor manera posible. Algunos habían quedado atrás, y eso nos entristecía un poco, pero la perspectiva de contemplar Cuba desde 1,974 metros de altura, nos mantenía el espíritu en alborozo.

Cumplimos las instrucciones que nos dieron los maestros antes de salir de La Habana, aunque ellos estaban tan nerviosos como nosotros: llevar medias sin huecos, calzado cómodo y resistente, ropa ligera y protectora a la vez, no salirnos de la ruta trazada, ni hacernos los graciosos experimentando nuevos accesos a los picos que atravesaríamos. Luego de instalarnos en el campamento, los militares nos ofrecieron una breve charla para explicarnos cómo debíamos proceder, tomando las precauciones debidas para evitar riesgos, sin apartarnos de los guías. Nos repartieron cantimploras con agua y limón, tabletas de chocolate, capas de agua, y nos sugirieron que cada quien se armara con un palo silvestre que sirviera de bastón en la escalada.

Fuimos divididos en tres grandes brigadas, la primera de las cuales comenzaría la subida a las cinco de la mañana del día siguiente, mientras las otras dos debían permanecer en el campamento, para irnos sustituyendo durante tres días sucesivos. Con mi habitual mala suerte, me tocó integrar el primer grupo, el peor de todos, como pudimos constatar cuando terminó ese día. Aunque parezca exagerado, comenzar una travesía de esa envergadura a esa hora de la madrugada es demasiado tarde.

Mi brigada inició la ruta con un ánimo increíble, y así salvamos los escollos que iban apareciendo en la misma medida en que la naturaleza selvática nos daba la bienvenida. Los terrenos eran dispares: pedruscos por aquí, riachuelos por allá, zonas pantanosas más adelante, áreas resecas… Perros jíbaros, arañas descomunales, pajaritos, cotorras y otros bichos plumíferos que no identificamos, parecían darnos la bienvenida a la Sierra Maestra.

Parque Nacional Turquino, en el oriente de Cuba / Foto: Rolando Pujols
Parque Nacional Turquino, en el oriente de Cuba / Foto: Rolando Pujols.

Era impresionante todo: la vegetación exuberante, el frío, el calor, la humedad, las flores, las fresas, los espléndidos helechos, y, más que nada, la contemplación de las nubes. Estar por encima de una nube es algo mágico, una experiencia irrepetible, que asusta y a la vez fascina. Los guías –campesinos expertos y muy jóvenes– fueron perdiendo poco a poco la esperanza de llevarnos en masa, dada nuestra ignorancia e indisciplina, lo que nos obligaban a detener la marcha cada dos por tres. Optaron entonces por continuar el paso con la avanzada.

Mi gran amiga Blanca Alicia Armesto, por ejemplo, fue la primera muchacha en llegar a la cima del Turquino, flanqueada por dos robustos colegas. Luego, siguió un numeroso conglomerado de estudiantes que saludó al Martí de la montaña, y así, poco a poco, los cerca de cuatrocientos alumnos de la primera brigada lograron vencer los sucesivos obstáculos del terreno –el Paso del Cadete, el Paso de los monos, los resbaladizos senderos que aparecían de repente– y llegar a la cima. Para ser exacta: trescientos noventa y nueve muchachos escalaron sin grandes dificultades el Turquino; luego, llegué yo.

Me corresponde el dudoso privilegio de haber sido la última en ver cara a cara al Héroe Nacional convertido en busto. Confieso que estaba exhausta y que no fui capaz de estremecerme como correspondía. Más bien me angustiaba pensar que casi era de noche ya, y que me faltaba todo el recorrido en sentido inverso. Tuve que acopiar fuerzas, pensar que era una aguerrida combatiente, apretar el paso y dejarme caer loma abajo, superando los escasos escrúpulos de niña citadina que me quedaban.

El descenso fue duro. Me parecía que al estar completamente sola y medio perdida en el monte, un jabalí me iba a atacar, una cotorra me iba a picar, una araña dejaría pelos en mi cara o un pantano me iba a deglutir. Recuerdo que aspiré profundamente el aire montañoso, y me deslicé a como diera lugar, aferrada al pensamiento de que “hacia abajo, todos los santos ayudan”. Ya no sabía si caminaba, trotaba, corría, o si me despatarraba por una canal de fango. Lo cierto es que cuando divisé la Loma del Caldero, principio y fin del viaje, ya no sentía las piernas. Me había convertido en una especie de estatua cenagosa, absolutamente adolorida desde las pestañas hasta la parte de atrás de los calcañales. Mis dieciocho años deben haberse perdido en algún recoveco de esas gloriosas lomas, porque lo que llegó al campamento fue una anciana artrítica y famélica.

Como dije antes, los militares eran rígidos en el cumplimiento del reglamento, de manera que cuando regresé, íngrima y hambrienta, ya el horario del comedor había concluido. Nadie pareció notar mi llegada. Eran cerca de las nueve de la noche, y el alumnado junto a los profesores reía, jugaba cartas, conversaba y oía música. Me dejé caer en el río, desfallecida, y me saqué la ropa enfangada y hecha jirones ahí mismo, para que la corriente se la llevara cauce abajo.

Mi amiga Blanca Alicia Armesto, a quien yo quería estrangular por haberme abandonado en el monte, estaba radiante. Su orgullo por haber hecho el recorrido en ocho horas –en contraste con el mío, que duró siete horas más, o sea, quince en total– se compadeció de mi estropicio al hallarme gimoteando entre las oscuras aguas de La Plata. Me alcanzó ropas secas al río, me ayudó a incorporarme, y compartió conmigo un pedazo de pan. Desde entonces, 36 años después, mantenemos esa hermandad.

Cuando me tumbé en la hamaca que me tocaba, perdí el conocimiento, o eso me pareció. Tenuemente escuché que a partir del día siguiente la escalada comenzaría a las tres de la madrugada, como efectivamente sucedió según me contaron más tarde, porque me mantuve tiesa durante muchísimas horas, casi catatónica y avergonzada. Apenas pude volver a dar pasos hasta casi el momento de irnos. Definitivamente, yo nunca hubiera servido para guerrillera: mi espíritu combativo dejaba mucho que desear.

Las otras brigadas corrieron mejor suerte que yo. Tanto el ascenso como el descenso ocurrieron sin grandes dificultades, y al cabo de 72 horas recibimos, todos juntos, nuestros diplomas de bachilleres. Luego nos llevaron a la ciudad de Santiago de Cuba, donde pasamos un tiempo que ya no logro precisar, y finalmente regresamos en el mismo tren a La Habana. Entre pitos y flautas, ya éramos graduados.

En la estación de ferrocarriles nos separamos sin más ceremonia que el “chao” de cada sábado, y cada quien tomó el rumbo que quiso. O que pudo. Sé que varios colegas han vuelto al Turquino y la han pasado maravillosamente. Yo no. Me escudo en la frase atribuida a Agatha Christie –“nunca regreses al lugar donde fuiste feliz”– porque en la vida real y verdadera prefiero no reencontrarme con mis dieciocho años. Mejor se quedan allá brincando felices entre matorrales, y creyendo que de verdad el cielo es alcanzable.

Entrañables esperanzas que no se pierden, aunque las alas sean cortas y ellas, las nubes, tan altas.

Salir de la versión móvil