¿Qué lee usted?

Así como se ha intentado clasificar a los escritores, quizás sería posible incluir a los lectores en distintas cofradías, no excluyentes entre sí (de temas policíacos, románticos, históricos, etcétera). Ambas consideraciones tienen, a largo plazo, poca o ninguna influencia entre creadores y amantes de la lectura: es solo una manera de practicar la observación.

De una forma u otra, hay tipos de libros, como se ha señalado en varios trabajos: la literatura de viaje, que hace referencia a experiencias y pensamientos de un viajero; las biografías, en la cuales se narra la vida de una persona desde su nacimiento hasta su muerte o hasta un límite específico; los libros de texto, modelo o patrón en determinada rama de estudio… Obviamente, el cuento, la novela y la poesía, con todas las variantes –y «contaminaciones»– posibles forman parte de la literatura universal.

¿Pero cómo podrán ser clasificados los lectores? Sería interesante indagar sobre qué leemos en distintas circunstancias.

La burocracia, con todo el lastre que representa en materia de tiempo y dinero, es, sin embargo, un eficaz estímulo al hábito de la lectura: a muy poca gente se le ocurre acudir a una oficina de tramitación sin un libro a mano. Páginas que ofrezcan consuelo, ya sea por la información que brinden, la risa que provoquen, el suspense que generen o la pasión (baja o alta) que despierten. Las colas se minimizan si se acompañan, por ejemplo, de una novela de amor o una de terror. Cuando nos llega el turno de ser atendidos, o esbozamos una dulce sonrisa o apaleamos al funcionario, pero ya el tiempo pasó sin darnos cuenta.

En el salón de espera del hospital nadie lee La montaña mágica ni Sala Ocho, sino algo gracioso, así como en determinadas discusiones, se echa a mano a El 71, y al viajar, descartamos libros de catastrofismo. Ante un fracaso de amor, no suelen buscarse Romeo y Julieta ni Ana Karénina, sino Un zoom a Zumbado, y si hay invitados a cenar, no queda de otra que volver a Cocina al minuto.

Hay quien pasa horas leyendo revistas y jamás un libro, y conozco personas más selectivas aún: solo revisan las secciones deportivas o de clasificados de los periódicos. La prensa escrita, en sentido general, no es considerada Literatura, y aunque muchas veces se subvaloran los textos (por manidos, por edulcorados, por falsos o tergiversadores), lo cierto es que grandes periodistas han sido gigantes literarios (García Márquez, Rodolfo Walsh, Leonardo Padura, por solo citar tres ejemplos).

Mucho se ha comentado sobre el peligro actual de que el libro como objeto y los lectores como consumidores (destinatarios de toda obra cultural) tiendan a desaparecer, o al menos a reducirse peligrosamente. No soy partidaria de tal preocupación: estamos en presencia, eso sí, de un cambio de formato, de soporte para la literatura, y de un nuevo tipo de lector.

Pero confío en la convivencia entre formas tradicionales (libros impresos, palpables) y los llamados e-books o variantes digitales, así como entre el público amante de lo convencional, y quien prefiere leer en aparatos modernos a los que resulta innecesario pasar las páginas, o incluso pasar los ojos sobre las líneas –hay libros parlantes–, cuyos textos son transmitidos por voces ajenas, programadas para salir a superficie según lo requiera el lector.

Lo importante, al final, es obtener información, aprender, divertirse, sufrir y gozar con la combinatoria de vocablos que un autor o una autora sea capaz de brindar con acierto. Acciones que solo puede permitirnos ese amigo viejo y sabio llamado Libro, tenga la forma que tenga. La capacidad de transportarnos hacia mundos lejanos o cercanos, reales o imaginarios, trágicos o divertidos, amorosos o desgarradores, complacientes o denunciatorios, solo es posible gracias a la literatura, sustento que presta su ingeniosidad a manifestaciones como el cine o el teatro.

Después de todo, el teatro no murió con la llegada del cine, ni este cuando apareció la televisión ni más tarde nos inundaron los videos, ni agonizan esas variantes de audiovisuales cuando ahora adminículos como memorias flash y discos duros reclaman nuestra atención. El mundo moderno podrá ostentar cuanta tecnología aparezca, pero el placer que regala un libro a través de su olor, de su diseño, de la textura de su papel, de sus letras, y claro está, de su mensaje, es insustituible.

Los niños, cuando crecen, dejan de leer, se alejan a conocer mundo y al regreso, comprenden que no pueden seguir viaje sin la amable compañía del manojo de oraciones que bajo un baúl llamado Libro, se mantuvo, firme, esperándolos. Confiemos. Todo es cuestión de tiempo. Mientras tanto, los fieles conservaremos la empecinada manía de acariciar letras, ideas, sentimientos… En la compañía que nos hace y en el consuelo que nos regala, radica el inmenso placer de la lectura.

 

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