Tres ideas sobre la muerte de George Floyd y las protestas en Estados Unidos

La rodilla en el cuello de George Floyd no es un acto individual, es el peso de un sistema político en el que el afroamericano, además de pobre y discriminado, aparece primero como sospechoso de delinquir que como buen ciudadano a proteger.

Un grupo de manifestantes protesta en Las Vegas el 30 de mayo de 2020 por la muerte de George Floyd, un hombre negro que murió asfixiado estando detenido por la policía el pasado 25 de mayo en Minneapolis. Foto: John Locher/ AP

Los acontecimientos de la última semana en Estados Unidos, empezando por la muerte del afroamericano George Floyd por abuso policial en Minneapolis, generan preocupación y análisis a lo largo y ancho del país, y en el resto del mundo. Más allá de demandar justicia en el caso de Floyd, las protestas expresan el rechazo a un sistema con varios niveles de ciudadanía y desigualdades con relación a su protección y la aplicación de justicia.

“Dejen de matar gente por ser negra” y “¡No puedo respirar!” dicen algunos de los carteles que llevaban manifestantes durante una protesta por la muerte de George Floyd el 26 de mayo del 2020 en Minneapolis. Foto: Jim Mone/ AP

En medio de tanto rifirrafes de redes sociales en las que tirios y troyanos usan la violencia policial y la de los protestantes para arrimar la brasa a su sartén ideológica, conviene reiterar un conjunto de convicciones al centro de las tradiciones que han hecho avanzar a Estados Unidos, como el gran país que es. Esas convicciones son centrales a la cultura republicana y democrática a la que conviene retornar:

1- El tratamiento discriminatorio a las minorías como un patrón institucional constituyen una injusticia estructural que niega la igualdad ciudadana consagrada en la enmienda XIV de la constitución. La rodilla del policía en el cuello de George Floyd no fue un accidente de un funcionario, ni una casualidad. Atender a las causas estructurales donde se origina esa discriminación institucional debe ser una cuestión de integridad y decencia ciudadana. Volver al orden no puede ser volver a esa normalidad. El repudio a la violencia policial y sus patrones de discriminación racial necesitan estar en el centro de la campaña electoral que se abre.

2- El derecho a la protesta civil es un componente esencial del ordenamiento republicano y democrático de EE.UU. Expresar disenso ante los abusos del gobierno o sus representantes es una tradición estadounidense desde la declaración de independencia. Dicho esto, la democracia no se sustenta en el disturbio de la muchedumbre en las calles o las plazas, sino en su participación ordenada en las instituciones políticas. Todo el respeto que se merece la protesta pacífica no justifica la violencia contra el orden, la propiedad y las personas. Condenar esa violencia, y a los agitadores y provocadores radicales, a derecha e izquierda, que la alientan, es también una cuestión de integridad ciudadana.

3- Demandar como cultura ciudadana la condena a la violencia de los protestantes radicales tanto como a la de los policías no implica tratar los temas como equivalentes. La violencia policial es estructural, institucionalizada. Va dirigida contra la vida de un segmento de la ciudadanía y cercena su libertad de modo permanente. En el segundo caso se inicia en ataques a la propiedad, que por importante que sea, para vivir civilizadamente en un estado de derecho, no es lo mismo que un ataque institucional a la vida.

Sobre el carácter institucional de la violencia y la discriminación hay considerable evidencia estadística. Randy Balko refrenda en The Washington Post varios estudios con diferencias marcadas en contra de las minorías en términos de persecución policial. Si siete de cada diez personas blancas opinan que las autoridades policiales ejercen la fuerza con justicia, apenas uno de cada tres afroamericanos piensa así. 

En el libro “Suspect Citizens” (“Ciudadanos Sospechosos”), los politólogos Baumgartner, Epp y Shoub estudian cómo la policía trata a sus ciudadanos, usando los datos de 20 millones de paradas por violaciones de tránsito en Carolina del Norte.Las paradas por violaciones de tránsito son la interacción más frecuente entre las autoridades policiales y la ciudadanía. El estudio contabilizó que las personas afroamericanas tienen doble probabilidad de ser parado por este concepto que las personas blancas, a pesar de que, como promedio, estas últimas manejan más. Una vez parados por la policía, los autos de afroamericanos son revisados cuatro veces más. Aunque los hispanos en Carolina del Norte son parados tanto como los blancos, una vez que la parada ocurre, la probabilidad de ser revisado aumenta significativamente. Estas disparidades aumentan con el género (hombres más que mujeres)  y la edad (mientras más jóvenes, más paradas y revisiones).

El resto de  los indicadores sociales, económicos, de población carcelaria y participación política, reflejan que la desigualdad racial entre blancos y minorías es apabullante.  A raíz de la actual pandemia de Covid-19, es también evidente que las minorías afroamericana y latina han sido las más golpeadas en número de muertes, enfermedad, pérdida del ingreso y empleo. En Chicago, una ciudad que es treinta por ciento afroamericana, las muertes de ese grupo por la pandemia han sido el setenta por ciento. La tasa de desempleo entre los afroamericanos era dos veces la de los blancos antes de la pandemia, sin esperanzas que cambie. Un tercio de los niños afroamericanos nace en la pobreza, mientras (igual de lamentable) doce por ciento de niños blancos, en el país más rico del mundo.  

El hecho que se hayan producido notables progresos en un país que ya eligió su primer presidente afroamericano y que esa discriminación no sea legal como en la época de la segregación racial, no la hace menos real. Hay que atenderla. 

 

Aubrey Rose, quien alcanzó el rango de sargento primero durante sus cuatro misiones en el ejército, ondea una bandera de Estados Unidos colocada al revés el jueves 28 de mayo de 2020 frente al Capitolio de Colorado, en Denver, por la muerte de George Floyd. Foto: David Zalubowski/ AP

El abuso policial es la expresión última de esa discriminación, con claros orígenes históricos. Las discusiones de expertos en la televisión, incluso al abordar problemas de política exterior, asumen una política de dar migajas en la atención al legado de la esclavitud y la ocupación anglosajona del suroeste tras la Guerra Mexicano-Americana de 1948. La rodilla en el cuello de George Floyd no es un acto individual, es el peso de un sistema político en el que el afroamericano, además de pobre y discriminado, aparece primero como sospechoso de delinquir que como buen ciudadano a proteger.

Recordemos que precisamente contra la violencia policial fue el gesto de Colín Kappernick, hincando su rodilla, pacíficamente, no en el cuello de nadie, sino en el suelo de los estadios de Fútbol Americano. ¿Cuál fue la respuesta desde el gobierno? El presidente Trump hizo una campaña en la que lejos de reconocer los méritos de la protesta, de lo que se trató fue de movilizar a los dueños de clubes contra los jugadores, descalificándolos como antipatriotas. ¿Cuál fue la respuesta de la NFL? Dejar a Kappernick sin contrato. ¿Cuál fue la actitud del público? Los contrarios a Kappernick volvieron a los estadios, cuando aquel fue desahuciado. Los que apoyaban su protesta, siguieron yendo. Aquellos vientos de indolencia sembraron estas tempestades de protesta.

“Los disturbios son  — dijo Martin Luther King—  el lenguaje del que no ha sido escuchado”. Repetir el mantra de la supuesta igualdad de oportunidades no lo va a hacer real sino se dedican políticas y recursos a crear una plataforma de acceso equivalente a la salud, la educación y un mínimo ingreso. ¿No es tiempo ya de hablar en un país tan desarrollado como Estados Unidos, por ejemplo, de un ingreso mínimo universal, idea propuesta en los setenta hasta por Richard Nixon? ¿No es tiempo de tener una discusión sensata sobre la necesidad de acceso igualitario a la salud y la educación como condición imprescindible para una ciudadanía plena? ¿Por qué seguir estigmatizando como radical y utópica la búsqueda de un sistema de cobertura universal de salud, que a todas luces ha producido mejores resultados a costos menores en la mayoría de los países desarrollados? Claro que eso cuesta impuestos y presupuestos. También lo cuesta lidiar hoy con el bochornoso costo en vidas de la pandemia, las pérdidas de empleos, la violencia política, la institucional y la de los protestantes.

Nada de lo anterior, sin embargo, implica una actitud acrítica ante los desmanes de una minoría de los protestantes. Esos se comportan como delincuentes, a veces por voluntad propia, otras bajo la influencia de agitadores y provocadores. No se sirve a la causa del progreso y los derechos civiles con actos de destrucción que, en primer lugar, perjudican a las comunidades donde la violencia se ejerce. Las soluciones a los problemas de racismo no se encuentran en la ceguera de la destrucción sino en la construcción de una nueva normalidad.

Un manifestante rompe cristales el viernes 29 de mayo de 2020 en la sede de la cadena CNN en Atlanta, en una muestra de indignación por la muerte de George Floyd a manos de la policía en Minneapolis. Foto: Alyssa Pointer /Atlanta Journal-Constitution vía AP
La protesta contra la muerte de George Floyd en Los Ángeles, 30 de mayo del 2020. Foto: Ringo H.W. Chiu/ AP

El avance contra la desigualdad no es fruto de las esperanzas del radical impaciente, sino del uso de la protesta y la negociación desde la experiencia histórica. ¿No hay ya suficiente evidencia para conocer la psicología del presidente Trump, y cómo ha ganado siempre en el río revuelto de la polarización? ¿No hay suficiente evidencia de la llamada estrategia sureña del partido republicano invocando victoriosamente la ley y el orden, con silbidos racistas, bien calibrados, desde Nixon, hasta Trump, pasando por Bush y su jefe de campaña Lee Atwater? ¿No es evidente ya que la estrategia del partido republicano es presentar a los demócratas y sus candidatos como la filial en Estados Unidos del radicalismo izquierdista, sin espacio alguno para conversar sobre las experiencias de estado de bienestar hasta en sus propios aliados europeos? La condena sin remilgos a los que han tornado las protestas pacíficas en violentas no solo es una cuestión de ética ciudadana sino también razón instrumental.

¿Por qué no son equivalentes las dos condenas? Porque los niveles de responsabilidad ciudadana son diferentes. Una política objetiva y razonable no equivale a tirar la diagonal en un paralelogramo, distribuyendo responsabilidades a la mitad. La violencia de los protestantes radicales atentando contra la propiedad y sembrando el caos en nuestras ciudades es su responsabilidad exclusiva. No han recibido mandato alguno de la sociedad. Esos provocadores y agitadores profesionales de una oposición desleal buscan que a EE.UU le vaya mal para que a ellos le vaya bien, a su cuenta y riesgo.

Ese no es el caso de la violencia institucional. Esa es del gobierno, de las fuerzas del orden, es en cierto sentido nuestra.  La mayoría de los norteamericanos no ha elegido a los supremacistas blancos ni a los radicales anticapitalistas. No tienen mandato nuestro. Otro es el caso de la desigualdad racial en oportunidades, muertes por la pandemia, y el abuso policial. Para la actuación de las autoridades que reproducen y agudizan esos problemas, los ciudadanos hemos dado un cierto nivel de consentimiento. Los policías que abusan de las minorías cobran su salario de nuestros impuestos. Los funcionarios electos o delegados que establecen los planes de bienestar social o incluso, de comportamiento policial en una situación de arresto, no son vigilantes implementando sus propias ideas, son nuestros representantes.

El presidente Trump no le hace justicia a la dignidad de su cargo, al lanzar gasolina al fuego con una retórica de guapo de barrio. Hablar de “perros viciosos” y que a los saqueos responderán los tiros, es un insulto a la más alta magistratura del país. En Estados Unidos, el presidente es el jefe del gobierno, pero en momentos de crisis es primero que todo, el jefe de estado. El líder institucional de todos los ciudadanos, no solo de aquellos que votaron por él. El presidente ha optado por escalar la confrontación, creando más problemas para todos, hasta para las fuerzas de la ley, que mayoritariamente son dignos profesionales, deseosos de concordia en sus comunidades.

La primera lección de estos motines y disturbios en un año electoral es la importancia de la ciudadanía en el funcionamiento de las instituciones democráticas. “Una república, si la pueden defender”, fue la respuesta de Ben Franklin a los que a las puertas de convención constitucional le preguntaron en Filadelfia por el tipo de gobierno que habían creado. Varias de las muertes de afroamericanos y los desastres de las protestas podían haberse evitado si se hubiese atendido a aquellos que, por meses, han denunciado pacíficamente el tema de la violencia policial y la discriminación racial.

Desde la ignorancia y el castigo a la rodilla en tierra de Kappernick, al abuso de la rodilla del policía en el cuello de Floyd, va una línea de responsabilidad. La indolencia ante el dolor ajeno, y el oído sordo ante la protesta pacífica, ha terminado en una pérdida para la república, para todos.

 

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