Ciberchancleteo

Ilustración: Tomada de www.nexos.com.

Ilustración: Tomada de www.nexos.com.

En la internáutica de la comunicación existe de todo: Elogios, insultos, amenazas, comentarios agrios, notas sin ortografía, reflexiones agudas, brillantes, y otras, verdaderas estupideces. De todo, como en las boticas de antes. Y claro está, nada es reprobable, porque se trata de la libre expresión. Hasta ahí, se comprende el mecanismo, aunque no siempre se esté de acuerdo.

Sin embargo, varias particularidades no dejan de llamar la atención. Una es el uso y abuso de pseudónimos. Sobre todo para insultar, personas inescrupulosas esconden su identidad, mostrando no solo el tono degradante de lo que dicen, sino la cobardía que padecen. Resulta incómodo responder (o participar en el debate o ignorar lo que se ha recibido, según sea el caso, porque no todos los temas ameritan atención), por ejemplo a “Chichito El Jilguero”, o a “El samurái de Moa”.

Otra cuestión es la mentira. El llamado “ciberchancleteo” aúpa cuanta calumnia pueda imaginarse. Acusaciones pantagruélicas, dislates descomunales: intrigas que en otros tiempos conllevarían a duelos o a juicios por difamación, aparecen en el espacio sideral con tranquilidad pasmosa. Hay quienes pierden de vista el ventajosísimo encuentro que permiten las redes sociales, la felicidad de volver a ver rostros de épocas pasadas, de colegas de escuela, de antiguos amores. Y de ilustrarse con asuntos poco divulgados, aprender nuevos horizontes del conocimiento. En fin, hay quienes en lugar de aprovechar las ventajas de conectarse con el mundo, dedican tiempo y espacio en insultar, degradar, avergonzar al prójimo.

Lo peor, sin embargo, no es la cobardía ni el ánimo de desprestigio, –cuestiones que después de todo suelen ignorarse–, sino algo bien confuso, que consiste en no poder desentrañar qué nos trata de decir, por ejemplo, “La magdalena del Cáucaso”. Se trata de comentarios crípticos, que, tras un vano intento de mostrar erudición, resultan incomprensibles. Cuando se reciben mensajes de esta índole, nos quedamos en el limbo. ¿Le agradezco o le riposto el texto? ¿Me doy por enterada o sigo de largo, corriendo el riesgo de parecer ingrata?

Una amiga me comentaba su asombro al recibir una nota discordante (para decirlo de forma suave), cuando publicó la foto de un paisaje cubano. Algo así como: “Resulta obvia tu preferencia (ideo) lógica, ya que (re)colocas imágenes que (de) muestran tu postura (postulado) ante aquello que debiera ser (re) considerado en una esfera menos neutral (izada)”.

¿Me está elogiando, me está atacando, le gustó la foto del malecón o qué intenta decirme esta persona?” me preguntó. “¿Cómo firmó?” indagué yo.

“Pablo el Bueno jibacoense”, apuntó mi amiga. “Ah”, dije yo. “Entonces acabas de ser atacada, bienvenida al ciberchancleteo”, añadí. Y a su pregunta de cuál debía ser su actitud, le sugerí ignorar el comentario. “A palabras necias, oídos sordos”, reza el refrán, que hoy debiera modificarse por “Diga NO a la provocación internáutica”. “Pero dime”, insistió mi amiga, ¿al jibacoense Pablo le disgusta el paisaje de mi foto?” “Ay, querida” (respondí) “eso no lo sabe ni el médico chino. Olvídalo, tú sigue publicando fotos de Cuba”. No obstante, mi amiga sintió que era su deber responder de alguna manera, y lo hizo magistralmente: “Nunca habían tratado al mar con tanta incongruencia”, escribió.

Cosas del ciberchancleteo, y de la necesidad de protagonismo que tienen algunos, como “La magdalena de Moa”, “El jilguero de Jibacoa”, “El Samurái” y otros por el estilo. Sin embargo, la magia, la felicidad que proporcionan las redes sociales, no se empaña con este tipo de actitud tan belicosa como deplorable. A quien le sirva el sayo, que pague lo que debe.

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