Contrapeso

Esquina de Paseo y 23, Vedado. Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Esquina de Paseo y 23, Vedado. Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Hasta hace un par de años, yo pertenecía a esa secta rarísima de cubanos sin amigos o familiares en el extranjero. No sufrí separaciones dolorosas, no recibí cheques acompañados de fotos, no esperé ansioso el breve reencuentro ni noté el cambio sutil (o no) de la otra persona, ni comparé mi nivel de vida con el suyo, ni utilicé, tras el fatal olvido, cualquier culpa que pudiera subsistir para sacar provecho. No me imaginé nunca siendo invitado a otro país, no rivalicé con otros cubanos de la isla para ganarme una simpatía. No había intercambiado correos ni había chateado durante tardes de nostalgia y pesadumbre. Esas cosas me resultaban un tanto ajenas, por mucho que tratara de imaginármelas.

Un buen apostador sabe que se puede abusar de cualquier cosa en el mundo menos de las probabilidades, números secretos y malintencionados que se mueven debajo de nosotros. Como si yo fuera el protagonista de una novela de Paul Auster, el azar hizo que en un período muy corto de tiempo se me comenzaran a ir personas cercanas, personas de las que uno llama irremplazables.

Con esto no quiero decir que el tiempo que antes compartía con ellas ahora esté vacío. Las amistades surgen de una forma tan natural que asusta darse cuenta de que uno no las busca como se busca una pareja, de manera consciente. Los amigos están ahí y punto, aparecen y desaparecen. No puedo contar las veces que me he reencontrado con alguien que solía ser cercano, y que tras un par de palabras torpes he notado que no deseo ver, o al menos que no necesito. Una vez dejan de soplar los vientos que antes nos hermanaban, solo queda la incomodidad de los extraños. Se lloran los amores perdidos, pero rara vez se lloran los amigos perdidos. El tiempo que ocupaban ellos está siendo reocupado lentamente: lo que no puedo traer de vuelta es la persona que yo era con esas viejas amistades, el cosmos compartido, chistes, paralelismos, culpa, esperanza. La memoria construye el relato de nuestra identidad a través de todo esto. Una vez que se marchan la memoria tiene que empezar de cero, reajustar el relato para poder permanecer con vida.

Puesto que solo existimos en el presente, el olvido es la anulación del pasado. Basta que no recordemos una cosa (aquí, ahora) para que esa cosa nunca haya ocurrido. Esa superficialidad irremediable que uno siente tras despertarse de algunos sueños, esa crueldad anónima, nos desubica y afantasma (el verbo lo inventó Borges, pero el significado del verbo siempre estuvo ahí).

De nada sirvieron las largas conversaciones, de las que uno no recuerda los detalles, sino el contexto y la intensidad, los labios moviéndose sin sonido, el gesto de un brazo sobre la superficie de la mesa. Sé que hablamos de algo importante, pero no puedo recordar qué era. Las palabras se pierden porque quizás en el fondo habláramos de algo que solo tuvo sentido, solo existió, en aquel momento. Ciudades flotantes e irrepetibles. De nada sirvió la confesión del secreto monstruoso, la burla culpable, la nostalgia empalagosa por algo que ya pasó y que ahora no recordaré nunca más. De nada sirvió la improbable confusión y las risas que trajo consigo, las horas de tedio que la memoria (perversa, está de más decir) convirtió en familiares y deliciosas. Se acrecienta en mi alma el deseo malévolo de no ser olvidado por los que se fueron, el deseo oculto de que se me llore y se me extrañe en los amaneceres, es decir, de que el amigo nunca encaje en su destino, el deseo de ser necesario.

Lo que intento no es otro artículo (por mucha falta que haga) sobre cuántos recién graduados abandonan Cuba, cuántas mentes excepcionales. Escribo con el tono de una carta el contrapeso del relato del exiliado, todas las cosas que nunca me pasaron por la cabeza y que ahora se juntan, o alimentan una lista de temores. Ninguno de los amigos que se me han ido ha regresado a Cuba. Todavía es muy pronto. No tengo idea de lo que sucederá entonces, pero temo a la incomodidad del abrazo tan largamente esperado, a la condescendencia involuntaria, a la broma política que tendré que dejar pasar, a mí mismo aceptando la caja envuelta en papel de regalo, que se me entregue como compensación, temo compararme, temo ser menos o que el amigo se haya vuelto menos. Ahora entiendo tantas cosas que preferiría jamás entender…

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