El frágil legado de Obama

Barack Obama en La Habana, en marzo de 2016. Foto: EFE.

Barack Obama en La Habana, en marzo de 2016. Foto: EFE.

El anuncio del Departamento de Estado a propósito de los alegados ataques acústicos contra su personal diplomático en La Habana tiene dos componentes fundamentales: 1) la reducción del personal en la embajada estadounidense en Cuba, y por ende una reducción de sus funciones no esenciales según la lógica de Washington, dígase aquellas no relacionadas con la protección de estadounidenses, la colaboración de seguridad y la comunicación diplomática con el gobierno de Cuba y 2) una recomendación a ciudadanos norteamericanos a no viajar a Cuba por la incapacidad del gobierno cubano para garantizar protecciones mínimas, no solo a diplomáticos sino también a viajeros.

El episodio, escapado de los libros de la Guerra Fría, alerta sobre cuán frágil son los avances logrados bajo la administración Obama en el camino de la normalización diplomática entre Cuba y Estados Unidos.

Aquí conviene empezar por descartar lo que no es. Algunos expertos en Cuba de última hora afirman, sin aportar evidencia, la hipótesis de que una facción desequilibrada de los servicios secretos cubanos, sola o con alianzas con Rusia y Corea del Norte, puede estar detrás de los “ataques sónicos”. El objetivo de esa facción –según los analistas cazafantasmas– sería desestabilizar una distensión con Washington iniciada por el presidente Raúl Castro y bendecida, aunque con reservas, por Fidel Castro.

La desinformación de esa campaña es burda. No hay en los servicios secretos cubanos ni en las Fuerzas Armadas coroneles ni generales que se consideren más “antimperialistas” que Fidel y Raúl. Quienquiera que se dedique desde posiciones militares a socavar la política de Estado que es de diálogo con Estados Unidos, estaría jugando con fuego. El episodio Ochoa demostró que en la Cuba de Fidel y Raúl Castro no hay licencia para el trabajo por cuenta propia en seguridad nacional. Nada es imposible en unas relaciones tan poco transparentes como las de Cuba con Estados Unidos, pero ese de la rueda suelta en la seguridad cubana es un cuento vulgar.

El secretario Tillerson ha indicado que no hay voluntad de cerrar la embajada en La Habana o de expulsar a los diplomáticos cubanos en Washington, como ha pedido el senador Marco Rubio (Republicano por Florida). Esa contrición estadounidense no debe ilusionar sobre una supuesta irreversibilidad en el vínculo diplomático. Ya dos diplomáticos cubanos fueron forzados a abandonar suelo estadounidense y la reducción de personal en la embajada en La Habana así como la alarma a los potenciales viajeros va a reducir los espacios de contacto y de aliento en ambos países a favor de un mayor entendimiento.

El momento de actuar desde las dos sociedades, para impedir una ruptura mayor es ahora. Los grupos de negocios que se han beneficiado de la apertura de Obama, y los que potencialmente empezaron a agitar sus agendas tienen el reto de mantener la puerta por los menos semiabierta.

La comunidad cubanoamericana que viaja a la Isla y tiene una agenda humanitaria, moral o política en torno a viabilizar la reunificación familiar, la ayuda a sus compatriotas o favorecer cambios internos y la reconciliación nacional a través de la persuasión y los intercambios, puede perder todo lo logrado desde la derogación de los límites a los viajes y remesas en abril de 2010. Los aguafiestas a favor de la hostilidad a ambos lados del Estrecho de la Florida son insaciables y están conscientes de que sus intereses, posiciones y privilegios se afianzan en el conflicto y la animadversión. De ahí su preferencia por lo contencioso.

Dadas las ambigüedades y finezas de los intercambios diplomáticos y anuncios tras la reunión entre los cancilleres Tillerson y Rodríguez Parrilla a pedido de Cuba, no queda clara cuál es la visión estratégica estadounidense sobre el destino al que quiere llevar los contactos entre los dos países, ni cuál es su proyecto para superar esta crisis.

El gobierno de Estados Unidos tiene la responsabilidad de velar por la seguridad de su personal diplomático y ciudadanos en Cuba, pero la relación con la Isla abarca más que eso. Peores y más dramáticos han sido ataques contra la diplomacia y la nación estadounidense en otras latitudes, como el cuerno de África (Tanzania y Kenya) o desde Oriente Medio (USS Cole, Khobar Towers, o el propio ataque del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York). Ante esos eventos, la decisión de anteriores administraciones ha sido aumentar la protección, pero, en cuestión de meses, relanzar la interacción con los gobiernos y sociedades.

Aquí vale mencionar el ejemplo canadiense que en general ha demostrado ser mucho más efectivo que el enfoque norteamericano hacia Cuba. Ottawa no ha retirado a su personal ni ha pedido a sus ciudadanos no viajar a Cuba. El análisis canadiense se ha guiado por las evidencias de que se trata de perjuicios que han golpeado no a viajeros en general, sino a personal diplomático específico. La postura del gobierno del primer ministro Trudeau se ha guiado por una perspectiva estratégica en la cual este incidente representa un conflicto a manejar con tino. Se trata de crear salidas, no atollar la conversación bilateral, donde hasta la evidencia científica sobre ataques acústicos es reducida.

Una embajada es una puerta para interactuar no solo con los gobiernos sino también con las sociedades en general. Las revelaciones de Wikileaks sobre los reportes diplomáticos desde La Habana ilustran cómo incluso en contextos de extrema conflictividad los profesionales acreditados en Cuba transmitían a los hacedores de política en Washington análisis poco sesgados, realistas y despojados de la ideología y el entusiasmo anticomunista injustificado del exilio sobre un pronto colapso del gobierno cubano.

Dentro del retroceso real en las agendas de normalización de relaciones y para acciones favorables a aperturas en La Habana, Miami y Washington, lo que el comunicado del Departamento de Estado significa es solo un consuelo temporal, pero aún importante.

Ni las embajadas serán cerradas, ni se han cancelado las licencias de viaje. Es una demostración de que dentro de la administración, sectores con un mínimo de racionalidad, todavía sirven de contención a las propuestas del Senador Rubio, a quien el presidente Trump identificó en Miami como uno de sus principales consejeros en el tema cubano.

Sería ingenuo no mencionar a los principales beneficiarios de esta medida: los sectores hostiles a los veintitrés acuerdos de colaboración y cooperación firmados entre Cuba y Estados Unidos durante la era de Obama. Son los consumidos por la ira al ver el aeropuerto de Miami lleno de viajeros cubanoamericanos y estadounidenses destinados a La Habana, Cienfuegos, Holguín y Santa Clara.

Ya en la era de Bush –han confesado James Cason y Roger Noriega– algunos de esos grupos apostaron a que Cuba reaccionara cerrando la Sección de Intereses, y fracasaron. Su esperanza era “crear el caos y la inestabilidad”, incluso en franco sabotaje a la política establecida al final de la Guerra Fría en la que el debate interno de las agencias del gobierno concluyó en la víspera de la aprobación de la ley Torricelli que lo óptimo para Estados Unidos era una “transición pacífica a la democracia en Cuba”. ¿Alguien cree que la virtual parada del procesamiento de visas no va a tener impacto en el objetivo proclamado por Cuba y Estados Unidos de una emigración “legal, ordenada y segura”?

La postura de cerrar y huir perjudicará a a largo plazo la imagen de Estados Unidos ante la sociedad cubana. Como explicó Condoleeza Rice en relación con Irán, país donde sí se demostró la mayor negligencia del gobierno anfitrión en la protección de la embajada estadounidense en 1979, la ausencia de diplomáticos perjudica la capacidad de acción inteligente norteamericana. A pesar de ese episodio bochornoso de ocupación de la sede diplomática en Teherán, en 2008, la exsecretaria de Estado trabajaba para volver a situar diplomáticos estadounidenses en el país persa.

La decisión de una reducción tan drástica de personal y, sobre todo, la cancelación de las gestiones de visa en la misión estadounidense en La Habana, así como la advertencia a los viajeros estadounidenses, son señales de apresuramiento, decisiones emocionales y falta de visión estratégica. Nada de eso ayudará a determinar quiénes están detrás de los alegados ataques, ni a proteger al personal diplomático en el futuro. La historia demuestra que en el manejo del vínculo bilateral, desde la ruptura de relaciones en enero de 1961 hasta la fecha, la ira nunca ha sido buena consejera, ni para Cuba ni para Estados Unidos.

Salir de la versión móvil