Hopester

El presidente Donald Trump despide con un beso a la directora de comunicaciones de la Casa Blaanca, Hope Hicks, en su último día de trabajo, el 29 de marzo de 2018. Foto: Andrew Harnik / AP.

El presidente Donald Trump despide con un beso a la directora de comunicaciones de la Casa Blaanca, Hope Hicks, en su último día de trabajo, el 29 de marzo de 2018. Foto: Andrew Harnik / AP.

Su renuncia acaba de hacerse efectiva con un besito en la mejilla en las afueras del Ala Oeste de la Casa Blanca. Una despedida para las cámaras. Hope Hicks, la directora de Comunicaciones del poder ejecutivo, caracterizada una vez por The New York Times como “la mujer que entiende totalmente a Donald Trump”, pero también como “la secretaria de prensa con menos credenciales en la historia moderna de la política presidencial”, acaba de lanzarse a “buscar otras oportunidades” envuelta en una nube de conspiración, misterio y sexo.

Hicks fue la cuarta persona en acceder a ese cargo desde que Trump llegó al poder, precedida por Sean Spicer, Mike Dubke y Anthony Scaramucci.

Una carrera meteórica, inaugurada en su adolescencia, junto a su hermana, como modelo de Ralph Lauren, continuada en dos firmas de relaciones públicas –Zeno Group y Hiltzik Strategies– y coronada (provisionalmente) con su relación de trabajo y personal con Ivanka, la hija del hombre.

De ahí pasó a la Organización Trump y poco después a desempeñarse como Secretaria de Prensa de la campaña del empresario neoyorkino hasta ascender al primer puesto aludido sustituyendo al susodicho Scaramucci –por su lenguaje, el único reguetonero de Long Island que ha pasado por ahí desde que el cargo fuera creado por la administración Nixon en 1969.

Conspiración, porque está por esclarecerse, al menos de manera pública, su papel durante los sucesos de la Torre Trump, en aquella reunión donde Donald Trump Jr., Paul Manafort y Jared Kushner confluyeron para recibir de los rusos material sucio sobre la candidata presidencial Hillary Clinton.

De acuerdo con trascendidos, la Hicks funcionó aquí como una suerte de pívot, desde el US Air Force One, entre el jefe y su hijo mayor mientras aquel fabricaba la historieta de que se había tratado de una actividad intrascendente en la que solo se había abordado la adopción de niños rusos, a contrapelo de la convocatoria original.

De comprobarse, la muchacha habría participado entonces en un caso de obstrucción de la justicia, toda vez que el propio Presidente le supervisaba las respuestas que ella le iba enviando a Trump Jr. en Nueva York, donde estaba como acuartelado.

Cuentan que, enterado de la movida, Mark Corallo, portavoz del equipo privado de abogados del Presidente para la trama balalaika, les dijo a ambos en la Oficina Oval que aquello era lo más parecido que él había visto en su vida a un caso de obstrucción. Hicks le respondió, lealtad en ristre, que esos emails nunca saldrían a la luz, implicando con ello su ocultamiento o destrucción. Corallo, que ha visto el fuego en la pradera, tiró la toalla de inmediato.

Misterio, porque su salida del aire tomó por sorpresa a tirios y troyanos. En buena ley, resulta cuando menos extraño que una bellísima joven de 29 años, en pleno goce de sus facultades, en la cima de su carrera y con un salario de 179 700 dólares mensuales –igual al que en su momento tuvieran Steve Bannon y Reince Priebus–, abandone esa posición apenas seis meses después de haberla aceptado.

Los buenos entendedores funcionan con pocas palabras, mucho más cuando se conoce que la Hicks fue citada por el equipo de Bob Mueller, metido hasta los tuétanos en una investigación sobre narices rusas, lavados de dinero, mafias y obstrucción –entre otros tópicos–, y también que su renuncia (de nuevo, extrañamente) la diera a conocer el día después de haber rendido un testimonio de nueve horas ante el Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes.

Por lo que se sabe, allí no soltó muchas amarras, pero sí dijo algo que no deja de llamar la atención: su trabajo, ocasionalmente, le había requerido decir mentiras blancas por el Presidente, aunque nunca conectadas con la investigación sobre la interferencia rusa en las elecciones. Lo cual –siempre según las malas lenguas– desató la cólera de Aquiles (“¿será estúpida?”, dicen que exclamó, hamburguesa con cátsup en mano).

Con Mueller nunca se sabe, porque el hermetismo y las cartas bajo la manga constituyen su modo de ser. De cualquier manera, el hecho de que le ordenara a Sam Nunberg –botado por Trump, y acusado de filtrar información a The New York Post— comparecer ante un Gran Jurado Federal y le pidiera entregar toda su correspondencia con la Hicks y otros cuadros, no deja de ser un dato significativo.

Sexo, finalmente, porque mantuvo relaciones con dos trumpistas casados: primero con Corey Lewandowski, manager de la campaña (enero de 2015-junio de 2016), y después con Rob Porter, el secretario personal de la Casa Blanca que reventó por alegaciones de abuso doméstico sobre sus dos ex esposas y por carecer de la aprobación de seguridad para ocupar el cargo.

“Hopester” –le decía desde lo afectivo el Presidente. Una salida más, pero con posibles nuevas repercusiones sobre el caos que desde el inicio caracteriza a esta administración. The New York Times lo resumió de la siguiente manera: “Hope Hicks era la Dr. Jekyll del Mr. Hyde de Donald Trump”.

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