La desnudez digital

Perder información de la computadora, o en la computadora, o desde la computadora, produce un estado de desasosiego solo comparable al que sentimos horas antes de una cirugía exploratoria que vaya desde el esternón al pubis. Primero, no lo creemos. Luego, apagamos todo el equipo cumpliendo la arraigada costumbre cubana de que “se arreglará solo”. Más tarde, encendemos el monitor con miedo. Y con esperanzas. Y con un suspiro que invoca a deidades estratosféricas, porque después de todo, es al ciberespacio adonde pretendemos llegar. El ejercicio de encender-apagar-volver a probar-desconectar mientras cruzamos dedos, nos persignamos, prendemos velas rojas y decimos “Santa Bárbara, no me abandones” dura varias horas. Incluso días.

Nunca da resultado, pero ese ritual sirve para irnos adaptando a la idea. La idea es que media vida se ha ido por el tragante sideral, a pesar de los ruegos. Como no entendemos casi nada del funcionamiento de la tecnología moderna (seamos francos), y la era digital nos sorprende, la lógica indica que debemos acudir a alguien experto en la materia. La materia “computación”, además de ser muy complicada, pertenece a varios especialistas, que es como decir a ninguno. Sucede igual con el cielo de la boca: nunca se tiene claro a qué médico corresponde. Por suerte, ese cielo se enferma poco, y por desgracia, las computadoras se rompen frecuentemente. Los cibernéticos dicen que “eso” no es de ellos, que saben de software, pero no de Windows. Los graduados de Sistemas Automatizados de Dirección nos cuelgan el teléfono cuando les pedimos ayuda. Quienes estudiaron Electrónica intentan explicarnos en qué son duchos. Solo comprendemos que no pueden ayudarnos. Hay una Facultad muy prestigiosa en la Universidad, llamada Matcom, que significa Matemática y Computación. Hacia allí nos dirigimos, suplicando. Nos recibe un joven encantador que hace malabarismos en lo que espera que le llegue su turno de clase. Es el profesor. Y es matemático. No sabe nada de computadoras, nos explica. ¿Y los de computación? Preguntamos. Esos, tampoco porque son cibernéticos, expertos en software. “Mejor un Informático”, nos dice el malabarista ante nuestra cara de puchero indetenible. En el camino de regreso a casa repasamos mentalmente a quién conocemos que pueda ayudarnos a desentrañar la enfermedad que tiene nuestra vieja y querida computadora. Con gran pesar, descubrimos que en el amplio círculo de amistades-conocidos-vecinos-compañeros y etc. no hay ningún informático. La peluquera del barrio nos pregunta a qué se debe nuestra cara de angustia cuando pasamos frente a su negocio. Y es quien nos ilumina el día: Chica, llégate a casa de Santiago, nos dice. ¿Es informático? Preguntamos. Yo qué sé, responde, pero es muy buena gente.

Santiago está asomado a su balcón. No tiene pinta de informático, pero mucha de buena gente. Oye nuestro lamento y enseguida acude a mi casa. Trae varios aditamentos consigo, cuyos nombres soy incapaz de pronunciar. Mucho menos entender para qué sirven. En lo que este buen samaritano revisa archivos, documentos, imágenes, correos y de cuanto habita en una computadora, le voy haciendo café, limonadas y batidos. Al filo de la media tarde, brinda su diagnóstico: “Tu máquina tiene un virus severo, y aunque puedo intentar recuperar archivos, irremediablemente perderás mucha información”.

Es cuando los síntomas de ansiedad-depresión-angustia-arrebato, que llevábamos controlando desde dos días antes, dan rienda suelta a sus más expresivas manifestaciones. Las manos y los pies sudan a mares, la cabeza nos da vueltas, del pecho quieren salirse todos los órganos, costillas incluidas, los peronés dicen hasta aquí llegué y del estómago suben bocanadas dragonescas. Algo nos dice que debemos gritar. Y eso hacemos. Más bien proferimos alaridos hasta que los ojos quedan medio colgados de las órbitas, y solo entonces algo nos dice que está bueno ya. El pobre Santiago, que ha contemplado con estoicismo jesuita nuestra descarga emocional, nos dice con ligero temblor en la voz: “¿Puedo continuar?”. Y, claro está, decimos que sí. Cinco limonadas, tres cafeteras y dos batidos de platanitos más tarde, concluye el trabajo. Y nos avisa.

Miramos la computadora con el mismo sentimiento de amor-odio de siempre, pero más acentuado hacia el odio. Efectivamente, ya funciona: se enciende y se apaga, se conecta y se desconecta.

Buscamos las fotos de los niños, de cuando eran niños, y las nuestras, de cuando éramos lindos, y las de amigas que ya no están, y el mensaje que un famoso una vez, por pura cortesía nos envió, y los chismes, y los chistes, y los casos y las cosas de nuestro divino caos. Más de la mitad ha desaparecido.

Nuevos gritos se nos atragantan en el pescuezo, que son reprimidos por los consejos que hasta hoy nos parecieron tontos: El vaso no está semivacío sino medio lleno; lo único importante en la vida es la salud; cada dificultad es un reto; no importa las veces que te caigas sino las que te levantas, y todo sucede por una causa. Con esta especie de coctelera mental para el optimismo, nos alegramos por los documentos que Santiago logró recuperar, sin detenernos en los que se han perdido. Y prometemos que para la próxima, tendremos más cuidado.

Enseguida, ponemos manos a la obra. Poner manos a la obra significa abrir nuevas carpetas cuyos títulos nos impulsen a escribir. Ejemplos: “Trabajos urgentes pendientes”, “Cartas que debo responder sin recordar a quién”, “Réplicas a insultos olvidados”, y otra, desde la cual escribo ahora mismo: “Estampas habaneras de hoy, donde cuento que la desnudez digital es una nueva enfermedad”. Es muy bueno que al salir de una cirugía sintamos alivio porque los médicos no encontraron nada grave, a pesar del dolor de la herida, y que después de explorar la PC y comprobar que media vida digital se escurrió entre dedos internautas, el deseo por trabajar y por comunicarnos con el más allá nos impulse a recordar refranes que antes, creíamos inútiles. Estoy por creer que efectivamente, todo sucede por algo. Aunque sea para aprender nuevos vocablos como tarjeta de memoria, resetear, loading, firewall y una cosa llamada pizarra madre, que es la que suele romperse. Y nos obliga a la exclamación “¡De mother board estamos!”

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