Llegar a cien años en Cuba

El hombre que tengo ahora ante mí acaba de cumplir cien años, y aunque lo conozco hace más de dos décadas, no logro descifrar el misterio, el milagro de su larga vida, con tantas penurias y necesidades insatisfechas como cualquier otro cubano de a pie, de estos que comenzamos el día sin saber por dónde saldrá el sol, nuestro sol particular, no el colectivo, que todo no se puede masificar, ni siquiera en el socialismo.

El sol de Pedro Rufín Hoyos se ha pasado de la raya, privándolo muchas veces de esa taza de café que necesita como el aire que llega a sus pulmones centenarios. El sol ha brillado por su ausencia sobre el plato vacío, la cama y los muebles y la casa y los zapatos rotos, que solo ahora, por el divino y doloroso milagro de unos dólares que llegan a través de un familiar emigrado, están menguando la incomodidad de los retortijones del hambre, de los muelles salidos en el colchón, de la guata en estampida de las viejas butacas, de las paredes y el techo cayéndose a pedazos y de los pies calzándose con la alegría infantil con que debió disfrutar aquella niña sus zapaticos de rosa.

Antes, Pedro se sabía completa esa poesía de José Martí. Se sabía el Canto a Matanzas, de Carilda Oliver. Hubo un momento en que supo nombrar todas las capitales del mundo. Sabía de Matemáticas, de Geografía, de Ciencias… Sabía muchas décimas, cuentos, canciones. Tenía una libreta que llenaba a diario con todo lo que hacía y dejaba de hacer. Tal vez así miraba la vida pasar como si fuera la de otro y no la suya. Porque todavía no puede creerse que este Pedro que ha cumplido 100 años, sea él.

O sí lo sabe, sí. Su mente está muy clara aún y, como antes anunció que llegaría al 2014, ahora dice que vivirá 110 ó 120, y con esos ojos que aún sin espejuelos ensartan agujas, y con esa sonrisa deshabitada de dientes y ese optimismo que lo ha marcado siempre, me reta, más que decirme con su pregunta: ¿Qué tú crees de eso?

Y yo no sé, Pedro, yo no sé. Es que ni siquiera me explico cómo ha sucedido el milagro de la vida en usted, trabajador desde niño en campos, bodegas, canteras, revoluciones. Padre, abuelo, bisabuelo, esposo, hermano. Vecino, revolucionario, militante. Ateo recalcitrante de esos de “me cago en Dios coño” cada cinco minutos. Creo ahora que solo ha sido como una válvula de escape por la que ha escupido tristezas, frustraciones, hambres, incomprensiones… ¡Claro, ese tiene que ser parte de su truco en esta longevidad que no comprendo! Pedro ha denostado, ha maldecido, se ha cagado en Dios y en todos los santos, y luego ha vuelto, satisfecho, a lo mismo de siempre: las colas en la bodega, la carnicería, la placita, el kiosco del periódico, la parada de guagua, el banco donde cobra su simbólica pensión.

Pero Pedro no se queja. ¡Pedro no se queja! ¿Será otro de sus trucos? ¡Tiene que serlo! Aún con esta memoria que nadie me envidiaría, casi puedo jurar que no he escuchado nunca a Pedro quejarse de las colas, ni de las medidas austeras que a él también lo han afectado, ni de tener los pies cansados y descalzos, ni de la barba que no puede rasurar una maquinilla que habría que comprar en cuc, ni de los apagones. Ni de aquella filtración que bajó de los cielos como maná que nos juntó, vecino con vecino, para no fenecer anegados en agua uno de esos buenos días de Dios. O del diablo, o vaya usted a saber, que no puede olvidárseme que Pedro es ateo.

Cagarse en Dios y no quejarse de nada. Ya tengo dos métodos descubiertos que, con buena suerte, me harán vivir la misma larga vida de Pedro. Aunque cuando le pregunto me dice que no hay recetas, que si el optimismo, que si ser positivos, que mirar las cosas buenas de la vida, que esconde muchas.

¿Y leer, Pedro? ¿Cuántos libros, periódicos, revistas y folletos han pasado por esos ojos que los años han ido ocultando bajo el peso de los párpados? Creo que, con todo lo ateo que es, ha leído desde la Biblia hasta El Capital. No pocos de mis libros, cuando éramos vecinos, hicieron el camino del primer al segundo piso, tan diligentemente como subían y bajaban poquitos de café, platos de sopa, jabones, ropas usadas, muebles, y hasta un colchón alguien vio desfilar por las escaleras en su día.

Creo que voy a sumar la lectura a los consejos que no me dio. Y la fe. Acabo de saberlo. Pedro, usted tiene una fe, que no es esa del fanático religioso, ni del fanático deportivo, ni del fanático revolucionario, aunque usted ha sido de estos últimos. Usted tiene una fe en sí mismo, en su capacidad de ser y de hacer, aún hoy, ahora, cuando sus ojos ya no ven tanto televisor, ni tanta letra, ni sus pies bordean y evaden tanto roto en las calles, tantas aguas albañales, tanta fosa desbordada. Ahora, Pedro, usted se aferra con sus manos delgadas y nervudas a ese sillón donde va a cumplir 110 o 120, mientras mira a los lejos sin ver otra cosa que no sea el Pedro que quiere ver, cumpliendo una década más, o dos, aunque en esa fecha no estemos algunos de los que hoy hemos celebrado con usted esta centuria; aunque falten los del núcleo del Partido en que milita, que vinieron a leer un comunicado; aunque falten los del CDR, estos del Comité; y los niños que hoy cantaron, recitaron y bailaron ya estén para otras cosas, o no estén.

Usted sí estará, Pedro, y allá el que se raje. Quien lo dude, que espere. Y que averigüe de cuando en cuando por este viejo de extracción campesina que sigue aguantando temporales con una sonrisa, en su viejo sillón restaurado, junto a su esposa de 92 años (¿estará entonces ella?). Ojalá yo pueda decir también “presente” en la próxima cita, Pedro. Gracias por la entrevista que me ha concedido y gracias, sobre todo, por las cosas que no me dijo. Ha sido un grato ejercicio mental y espiritual. Sí, Pedro, espiritual, porque yo sí creo en Dios (mi dios), más que en revoluciones y colectivismos que no sean los que involucran el corazón del ser humano y no la mente. Pero ya ve, Pedro, a pesar de nuestras aparentes diferencias, soy yo quien le hace el homenaje más sincero en este cumpleaños especial.

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