Mi hijo el pelotero

Ramón Lunar cuando jugaba con Villa Clara. Foto de Cubasí.

Ramón Lunar cuando jugaba con Villa Clara. Foto de Cubasí.

–¿Cómo le va al muchacho? –suelen preguntarme casi a diario en la calle, y la pregunta se extiende en busca de otros detalles–: ¿Es verdad que todavía anda por México? ¿Ya se hizo agente libre?

Yo suelo responder con las razones que todo el mundo sabe. No tengo el privilegio de una información de primera mano, pero respondo lo mismo que dicen todos y que, dicho por mí, se convierte en testimonio irrefutable.

Y la voz de la calle repite:

–Oye, todavía anda por México. Lo van a probar en una exhibición para las Grandes Ligas el mes que viene, me lo dijo su padre.

Es que muchos han asumido que soy el padre del muchacho. Y yo, porque nos corre sangre común por las venas, porque le admiré desde la primera ocasión en que lo vi pararse en el home y meter una línea por encima de la cabeza del segunda base, porque sentí al ver su ímpetu que era también cosa mía, asumo la condición paternal y sigo por la calle, orondo, esperando otra pregunta similar. Orgulloso de escuchar la voz que comenta en medio de un grupo:

–Ese tipo, el escritor, es el padre de Ramón Lunar.

La historia comenzó aquel año en que fue subido de la reserva al final de la Serie Nacional y reventó la pelota en los partidos que le permitieron jugar.

Debe ser cosa de familia; pero el muchacho, para ser leyenda, tenía que estar ungido por esos lazos hereditarios de tenaz sacrificio. Quizás fue por eso que no llegó, como los peloteros congénitos, con un aval desde las categorías infantiles y la prensa siguiendo sus primeros pasos. Él entró con los veintitrés años cumplidos y el comentario de que el anterior director del equipo no le advertía posibilidades.

Cuando jugó su primera serie completa se impuso por su capacidad de adaptarse a varias posiciones: jardinero, primera y tercera bases… Con batazos oportunos se ganó la simpatía de la afición villaclareña, que lo saludó vestido de campeón y sufrió con él aquel batazo en el rostro, recibido en medio de una de las acciones más violentas, polémicas y bajas que recuerde la historia del beisbol cubano y que lo puso fuera de juego por varias semanas.

Ramón Lunar, el ‘orgullo de Caruca’, quiere jugar en Grandes Ligas

En aquellos días, cientos de personas me abordaban en la calle:

–¿Cómo sigue el muchacho?

–¿Cuándo le dan de alta?

–¿Es verdad que ya está entrenando?

–¿Ustedes no van a echarle la ley encima a ese hombre que lo agredió?

Yo cumplía mi función de padre matizando de discreción las respuestas a las preguntas más incómodas.

Para ese entonces la mayoría de la gente me llamaba Ramón. Al contrario de lo que suele suceder –que los padres bauticen a sus hijos con su mismo nombre, y en el caso del beisbol que pongan en su dorsal el mismo número– mi hijo el pelotero me había dejado su nombre como herencia.

También, a esas alturas, nuestra leyenda había crecido como bola de nieve tropical.

Aseguraba la voz popular que años atrás yo había tenido ese hijo con Caruca. Ella trabajaba –y creo que aún lo hace– como funcionaria del gobierno en el municipio de Quemado de Güines, tierra natal de Ramón, El orgullo de Caruca, como lo había bautizado el narrador de beisbol y comentarista de zafra Normando Hernández.

Pero la leyenda traía más.

Los epígonos de los guionistas de la TV “O Globo” comentaban que yo no había criado al niño porque su madre era negra. Que, para colmo, Rebeca –esa dulce y buena Rebeca que comparte su vida conmigo hace más de veinte años, incapaz de hacerle daño a alguien– se había atravesado en mi relación con Caruca y me había prohibido visitar al niño por mucho tiempo. El punto de giro de la telenovela popular que yo protagonizaba junto a mi hijo Ramón venía con su fama, pues en ese momento yo me había acercado al muchacho y él, con un corazón noble, me había perdonado. El final feliz llegaba con supuestas fotos de mi hija Elizabeth junto a su hermano y conversaciones placenteras y almuerzos familiares protagonizados por Rebeca y Caruca.

La realidad es que Ramón Lunar, el pelotero, es hijo de mi primo Ramón Lunar y nieto de otro Ramón Lunar; este último uno de los más queridos primos de mi padre. Ramoncito, le llamábamos al viejo. Un hombre de fortaleza física inigualable. Se dice que en sus tiempos de montero era capaz de agarrar una novilla con su mano derecha por el cogote y hacerle doblar las piernas hasta echarse en el suelo.

De Ramoncito siempre recordaré su imagen, sentado en un banco del parque del poblado de Corralillo, esperando la guagua que traía a los escritores para la feria del libro y con las sanas intenciones de envolverme en un abrazo, embutirme primero una botella de ron y luego un plato de arroz con frijoles y carne de puerco frita. Así, los hijos de Ramoncito: Ramón, Ahmed y Andy son mis primos. Y su nieto, el pelotero, para mi orgullo y gracias a nuestro poco común apellido, más que mi primo tercero ha pasado a ser mi hijo.

A Caruca la conocí por azar, cuando fui invitado a una feria del libro en Quemado de Güines. Los amigos prepararon un encuentro y celebramos juntos el campeonato recién ganado por Villa Clara. Ese día el muchacho no pudo estar con nosotros, pues estaba en la concentración de la preselección nacional de la cual saldría el equipo Cuba para un tope internacional en La Habana. Ramón Lunar fue el primera base de ese equipo Cuba. Esa vez me quedé con las ganas de hacerme una foto con mi hijo el pelotero junto a su madre, pero espero que la vida nos dé un nuevo turno al bate, los tres frente a una cámara.

Realmente nos veíamos poco mi hijo el pelotero y yo, pero cuando hospedaban a los jugadores en el Hotel Santa Clara Libre, yo pasaba a saludarle y a veces nos sentábamos en el parque a conversar de cosas sencillas.

Debo confesar que desde que Ramón Lunar salió a buscar nuevos horizontes para su desarrollo profesional es muy raro el día en que no lo extrañe. Y no es solo porque los Lunar tenemos un punto sentimental, es que siento su ausencia en el equipo Villa Clara. Y también está la gente, esa que a diario me pregunta:

–¿Cómo le va al muchacho? ¿Todavía anda por México? ¿Ya se hizo agente libre?

O simplemente me comenta:

–¡Oye Ramón, qué clase de pelotero ese muchacho tuyo!

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