Milagro

Foto: Reinaldo Cedeño

Foto: Reinaldo Cedeño

Me será difícil dejarle atrás. A mi patio, digo. Lo que para mí resulta habitual, en lo que no reparo; puede ser para otros una fiesta, un exotismo.

¿Has sentido el olor de la tierra mojada? ¿Has visto los plátanos sin una sola mancha, una sola negrura? ¿La guayaba temblando entre las ramas? ¿Has probado el mango bizcochuelo, con su masa olorosa, erotizante?

Nada sabe igual cuando lo has plantado con tus manos.

No seré pretencioso, pero bien pudo inspirarse en mi patio el célebre poeta Manuel Justo de Rubalcava. El poema Silva Cubana, asomó la nacionalidad desde la naturaleza: “Más suave que la pera / en Cuba es la gratísima guayaba”.

La higuera, sin embargo, se me resistió. Lo intenté muchas veces, pero ni modo. Siempre creyeron que era por los higos, pero era más por los versos de Juana de Ibarbourou: “Porque es áspera y fea, / porque todas sus ramas son grises, / yo le tengo piedad a la higuera”.

En el mamoncillo se tendió el columpio. Nos mecimos mis primos y yo. Nos relevaron mis sobrinos, hasta que un día la rama ya no pudo más y se vino abajo. Irreductibles, los muchachos se sacudieron el polvo y miraron hacia la enorme sombra de la almendra.

Los fines de año, la tradición manaba. El ñame volvía al plato. Se abría un hueco en el patio, se llenaba de carbón. Desde temprano se reunía la familia: la de la sangre y aquella que se escoge por el camino. El cerdo, la púa, la música, el ritual. El aire sonreía.

Eso fue hace años, cuando estaban los que ya no están.

Gracias al patio sobrevivimos el Período Especial, cuando nada había, cuando todo alcanzó precio de alhaja. Recuerdo la alargada calabaza, casi silvestre, que nos salvó una tarde, que hubiera merecido un monumento.

Cuando el 25 de octubre de 2012 terminó la noche más larga, la madrugada de Sandy, nos asomamos al patio. No podíamos creerlo. El huracán lo había arrasado todo. Torció, calcinó, quebró sin misericordia.

Mi padre no se rindió. Con paciencia de sabio campesino, amarró el pequeño limonero. Blandió el machete y escondió el rostro. Juro que vi crecer en sus manos bondadosas, los bejucos, los tallos.

Mi madre sembró manzanilla. Le tenía tanta fe a esa yerba milagrosa. Le encantaban los lirios y los plantó enfrente. Una noche quedó exánime, sin aire. Bailó la última danza de su vida al lado de sus flores. Las contemplo en silencio, mientras espero el milagro.

Me será difícil dejarle atrás.

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