Mis padres de los otros

Foto: Pxhere.

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Yo pensaba –y a veces dije– que era exagerado el relato sobre el drama migratorio de Cuba. Que no era para tanto si las personas se iban porque querían y, también por decisión propia, otros se quedaban. Que en definitiva era un juego político de los bandos, poniendo en disyuntivas a la gente. Así pensaba yo hasta que terminaron las grandes fiestas de familia y se fueron mis amigos. Y todo el drama se empozó en mí.

Dos de mis amigas me dijeron, el mismo día, que se iban. Una por la mañana, otra por la tarde. Fue cinematográfico. Aquel azar parecía obra de alguna dramaturgia prefabricada. Ambas lo hicieron con ojos llorosos. Habían intentado muchas cosas antes de tomar esa decisión y, como a tantos otros, Cuba terminó de empujarlas fuera de la isla.

La primera noción que tuve de que no estaban aquí fue no poder hablar por teléfono con ellas. Se me acabó lo de convocarlas a ver la televisión: “Pon tal cosa en el 6 y mira lo que está diciendo Fulano”; y seguir la alocución en vivo, comentándola, yendo de ironía en ironía.

No puedo ya contarles nada más con mi propia voz. Tampoco puedo escuchar las suyas. Ahora toda nuestra comunicación pasa por los chats, que no es poca cosa. De hecho, es todo.

Pero ellas no fueron las únicas a las que perdí. Los grupos se han deshecho y se han acabado las fiestas de último minuto, los “vamos a comer algo por ahí”, las fechas señaladas. Con el tiempo se ve cómo los rostros de ellos fueron saliendo, uno por uno, de mis fotos.

Hace un año comenzó por fin, después de décadas, a tener agua la fuente del parque frente a mi casa. Las imágenes del acontecimiento las hizo el padre de una amiga para mandárselas. Ella las compartió en Facebook. Cuando etiqueté a los que jugábamos ahí y que nunca vimos la fuente funcionando, descubrí que, de una docena de nombres, los amigos de correr, solo tres seguíamos en Cuba.

Caminando por mi barrio puedo ir descontando casa por casa a los desaparecidos. Casas, nidos, con padres y abuelos sin descendencia presente.

Las fiestas de mi familia se van haciendo cada año más aburridas; los que antes eran jóvenes ahora son viejos, y los jóvenes no están.

Se ha conformado un país de ausentes y callados habitando un anhelo; la sombra de los emigrados y los difuntos está por todas partes.

Los que quedamos, lo hacemos con su ausencia y su silencio, con los síntomas de la soledad. Quedamos haciéndonos pasar por hijos de aquellos padres vacíos.

Los padres de mis amigos emigrados son ahora mis amigos, y son también un poco mis padres.

Soy puente: me preguntan por sus hijos, me piden noticias, fotos de ellos, los visito y los veo envejecer, a veces enfermar, a veces morir. Estoy yendo a los entierros de los padres de mis amigos emigrados; estoy acompañando a viudos y dolientes.

Por suerte hay herencias menos tristes, aunque me siga pareciendo trágico. Mis amigos emigrados me mandan por correo fotos para imprimir y enmarcar para un regalo de cumpleaños, me encargan comprar y entregar flores para el aniversario de boda de sus padres, me confían llamadas telefónicas, comunicación de grandes novedades.

Grabo un video para una amiga: es su madre dándole de comer a la perra. Hace dos años que no se ven. Le hago fotos con el vestido que la hija le mandó y le quedó tan bonito.

También guardo secretos de los dos lados. Ninguno quiere que el otro sepa cuando no está bien. “No le digas que no tengo dinero”, dicen desde allá. “No le digas que estoy mal”, me piden desde aquí. Y yo en medio, mensajera de lo que cada lado quiere hacer llegar al otro, cuidando tanto el mensaje, siendo hija, hermana postiza, a cambio de menos distancia.

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