Nada es ajeno a la Constitución. La laicidad y el Partido

Foto: Kaloian.

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Luis A. Adán Roble, el más joven parlamentario cubano, ha hecho una sensacional defensa de la laicidad para la nueva Constitución: “El Estado laico debe garantizar los derechos de todas y todos, sin privilegios ni en detrimento de los derechos de minorías.”

El diputado sabe a lo que se refiere. Emilio Roig decía que el laicismo era “tan vieja y fuerte tradición cubana que entre nosotros laicismo es sinónimo de cubanismo.”

Cuba estableció el Estado laico con la Constitución de 1901. El texto mencionó a Dios y a la moral cristiana, pero abrió la puerta a defender modelos educacionales laicos y a la escuela pública, por encima de la privada, y a regular a esta última.

La Constitución de 1940 avanzó en la regulación laica. No obstante, la moral exigible por el Estado a la ciudadanía fue la “moral cristiana”, en tanto “moral pública”. Presentándola como moral “universal”, no hubo mención a las religiones “afrocubanas”.

En cada caso, la “clericanalla”, como le llamaba Roig, mantuvo muchos de sus espacios.

La Constitución de 1976 proclamó un Estado confesional, por ateo. La reforma de 1992 enmendó el problema. Con el marco laico, el respeto estatal y social a la libertad religiosa ha avanzado decididamente hasta hoy, aunque no ha sido promulgada una ley de cultos.

El campo religioso cubano es abigarrado y numeroso. Los afrorreligiosos valorarán el reconocimiento que significa oír a un diputado ofreciéndole ashé al parlamento. La presencia del protestantismo y, más, del neoprotestantismo, ha aumentado muchísimo. La Iglesia Católica ha aumentado el número de diócesis, de obispos y de sus medios de prensa.

Pero existen conflictos. Iglesias protestantes desean organizar marchas públicas para desaprobar la propuesta de matrimonio igualitario, y ya ayunaron con ese fin. Católicos se han quejado, por ser discriminatorio, del peso que tienen en la televisión pública expresiones afrorreligiosas. En el futuro inmediato, es probable que tales demandas de reconocimiento y derecho a la expresión, y sus repertorios de canalización, aumenten.

Los problemas planteados por el poder de las religiones para la esfera pública no han sido ventilados en Cuba, pues el poder estatal ha gozado de facultades indisputables, como el control de los medios de comunicación y de la escuela. Tampoco se visibilizan mucho los aportes sociales de las religiones y de sus practicantes.

Sin embargo, acaso es deseable otra comprensión: entender el laicismo activo —abierto y continuo— como una mejor posibilidad para las religiones, el Estado y la sociedad.

El laicismo activo protegería a las religiones de la imaginación antirreligiosa de parte de una sociedad que cuenta con generaciones formadas en el “ateísmo científico”, en la que el sistema escolar no imparte historia de las religiones en ninguno de sus niveles, donde enfoques colonizados ven aún como “retraso” ciertas prácticas afrorreligiosas, y en la que la voz de los creyentes muchas veces no es tomada en serio, por ser “cosas de religiosos”.

El laicismo activo protegería también al Estado y a la sociedad. Ya el solo hecho de vivir pacíficamente el pluralismo religioso existente en Cuba no es cosa menor. La tolerancia religiosa le otorga al Estado mayor legitimidad, y le sirve para promover estabilidad colectiva, y también solidaridad social, que no puede ser impuesta “desde arriba”. El acto de hablar, escuchar y buscar entenderse entre religiosos, laicos y ateos es una ganancia para la formación de ciudadanos críticos.

La necesidad de libertad religiosa nos concierne a todos, porque evita que las creencias de un grupo, aunque sea mayoritario, se impongan al resto de la sociedad.

Martí lo sabía del todo: “el Estado no puede tener principios religiosos, porque no puede imponerse a la conciencia de sus miembros, y el funcionario que lo representa, que es el Estado en cuanto es su funcionario, como el Estado ha de ser indiferente, como él no puede expresar determinada tendencia religiosa; porque no cabe la atención especial a una en aquel que tiene el deber de atender de igual manera a todas.”

El derecho de libertad de cultos busca garantizar el pluralismo y derechos individuales y de grupos. Ha sido reconocido como modelo para proceder con el derecho de las minorías a la inclusión, válido para defender otros derechos para otros colectivos. Por ejemplo, para defender el matrimonio igualitario frente a la creencia de un grupo que aprecie el matrimonio heterosexual como el único legítimo. Pone el asunto en el plano de iguales derechos para todos, como tan bien dijo la diputada Mariela Castro, y abole el privilegio legal a esa forma de matrimonio y el beneficio asegurado solo a sus defensores.

Si preferimos derechos para todos, frente a privilegios para una parte, el laicismo es la mejor opción.

El Partido y la Constitución

El diputado José Luis Toledo Santander subrayó otra declaración extraordinaria, pero en sentido contrario a la imaginación laica: “existe una fuerza que está por encima del Estado, que es dirigente y superior, que es el Partido (Comunista de Cuba). Luego la Constitución no puede trazarle directrices al Partido”.

La idea es contradictoria con el propio Anteproyecto de nueva Constitución recién aprobado, que consagra la supremacía constitucional, “estableciendo el deber de todos de cumplir con la Constitución”. El objetivo de este último enunciado es ser consistente, como explicó el diputado Homero Acosta, con la declaración del Estado cubano como “socialista de derecho”.

La formulación de Toledo Santander tiene como fondo una doctrina religiosa: existe un poder trascendental (en este caso, el Partido), situado por encima del reino de este mundo (en este caso, el Estado y la ciudadanía).

El fondo religioso de la idea está lejos de ser un problema para un proyecto revolucionario. En los Estados Unidos y en países europeos las motivaciones de parte de sus movimientos sociales y socialistas tienen raíces religiosas. La Teología de la Liberación latinoamericana exploró a fondo la afinidad electiva entre cristianismo, socialismo y revolución. Algo similar hizo parte de la teología protestante cubana a partir de los 1960.

Todo ello es muy distinto a pretender que un partido comunista se comporte como una Iglesia, cuya fe no necesite pruebas.

Al menos desde las revoluciones inglesa, francesa y rusa, hasta hoy, los programas revolucionarios se han opuesto frontalmente a la idea expresada por Toledo Santander. Tras 1789 se dijo respecto a Luis XVI: “Ese hombre debe reinar o morir”. El Rey no podía ser juzgado como un ciudadano, porque no lo era. Su figura estaba por encima de la sociedad.

La frase arriba citada es trágica, pero coherente con la lógica revolucionaria democrática: nadie ni nada que pertenezca a una sociedad política puede colocarse fuera de ella. Para justificar legítimamente un poder dentro de la sociedad, su presencia debe ser regulada por el pueblo y ante el pueblo.

La declaración “la Constitución no puede trazarle directrices al Partido” saca al partido del ámbito político, donde deba deliberar sobre sus opciones y probar sus razones. Exonera al Partido de deberes políticos con la comunidad de ciudadanos y lo libera de su mandato primario: la Constitución.

Es difícil encontrar paralelismos en el mundo con lo expresado por Toledo Santander. Es esperable que no se encuentre en el constitucionalismo liberal, pero tampoco existe en el Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano ni, así, en la Constitución china, referentes de la actual reforma constitucional cubana. La vietnamita, otra influencia declarada, establece que el partido es “la fuerza que conduce el Estado y la sociedad”, pero regula que “Todas las organizaciones del Partido operan en el marco de la Constitución y la ley.” En Corea del Norte, a cuya influencia no se ha apelado públicamente, es donde puede encontrarse la idea: todas las actividades de ese Estado se realizan bajo la dirección del Partido, sin imponerle a este obligaciones constitucionales.

El carácter del PCC como fuerza dirigente y superior del Estado es un contenido “pétreo”, irreformable, de la nueva Constitución cubana. En ello, la fórmula vietnamita parece ser la mejor opción para regularlo. Una Constitución es una Constitución cuando nada ni nadie le es ajeno en el espacio que regula.

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