¿Para qué sirve?

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Me maravilla la cantidad de estudios que se llevan a cabo a nivel mundial. No niego el avance de la ciencia, ni me opondré nunca al beneficio que emane de una investigación, siempre que el resultado sea francamente provechoso. Pero últimamente leo reportes de estudios que me motivan la pregunta «¿Y eso para qué sirve?»

Hace muchos años se instauró la graciosa competencia de los llamados Premios Innobles, cuyo objetivo es destacar los resultados más tontos, las cosas más absurdas que han sido publicadas en revistas, en folletos, en formatos serios. Fernando, mi amigo y admirado profesor de la Facultad de MatCom (Matemática y Computación) no me dejará mentir. Su peculiar Proyecto Delta dedicó una sesión a los Premios Innobles, y fue divertidísimo (a la vez que pasmoso) saber, por ejemplo, que unos científicos estudiaron la intensidad del dolor que sufre un hombre cuando el prepucio se pellizca con la cremallera del pantalón. Este simple ejemplo ilustra adónde puede llegar la estupidez humana. Y la gastadera de dinero, de tiempo, de recurso de diversa índole. Que yo sepa, nadie se ha detenido a calibrar los dolores de parto, los menstruales, los de la endometriosis, los que causa amamantar cuando los conductos galactóforos aún no se han enterado de que por ellos debe transitar la saludable leche materna. Todo indica que el umbral de dolor en las mujeres no es motivo de interés.

El café, el cerebro, y la dieta sana ocupan los tres primeros lugares en el ranking de lo más estudiado en el mundo. Una creería que debían ser las guerras (cómo evitarlas), la hambruna (cómo paliarla) y la violencia (cómo luchar contra cualquiera de sus manifestaciones), pero no. Del café se ha dicho (y se deja siempre una interrogante, para dar paso a futuros estudios) que, en Etiopía, un pastor, en el año 300 D. C. observó el alegre comportamiento de las cabras, y decidió probar el fruto carnoso de la hasta entonces llamada cereza de café. De cómo llegó más tarde dicho grano, ya tostado, molido y convertido en bebida a América, a Asia y al resto del mundo existen varias leyendas. Con respecto a nuestro continente, al parecer la primera cosecha del grano se llevó a cabo en 1726, en Martinica. No es la historia del café lo que me motiva, sino los diferentes estudios que varían de mes en mes, en cuanto a los beneficios o perjuicios que implica consumir cafeína. Leemos que dos tazas diarias es magnífico para el corazón, pero ya tres, puede matarnos. Al mes siguiente, recientes estudios reportan (siempre se dice así “recientes estudios reportan”) que tres tazas alejan la melancolía, pero dos la provocan, y también que la cafeína, según… ya se sabe, previene el cáncer de próstata, disminuye el colesterol pero aumenta los triglicéridos. Pasados treinta días, otros estudiosos de última hora informan que el café en ayunas es causa de úlceras duodenales, pero que después de cada comida, estimula la agudeza visual y abre las entendederas. Luego, nos enteramos de que beber café después de las 5 de la tarde provoca insomnio, y que por ese motivo, deben consumirse las cuatro tazas recomendadas (?) entre las 10 de la mañana y las 4:30. Yo me pregunto: ¿alguien cambia su hábito cafeínico al leer cuanto dicen los estudiosos? Tengo la impresión de que cada uno de nosotros mantiene el mismo ritmo de su vicio, digan lo que digan.

El cerebro humano, misterioso de siempre, es objeto de estudios (recientes, claro) desde todas las latitudes. Puede que un británico descubra por qué las mujeres hablamos más que los hombres (él es hombre, claro), que un filipino recomiende “limpiar” la glándula pineal de vez en cuando (nadie sabe para qué sirve, pero si hay que limpiarla, pues venga limpieza), y que una neuróloga australiana se explaye en los motivos por los cuales escuchar música en la infancia nos hace más inteligentes y bondadosos. Incluso hay estudios de última hora que afirman que nadie que sea mala persona triunfará en la vida, porque no sé qué centro de la nobleza, ubicado entre el cerebelo y el lóbulo parietal, es directamente proporcional al éxito. Con tanta mala entraña que hemos visto escalar por ahí, ¿a quién puede importarle si poseía además de pezuñas, bondad? Yo diría exactamente lo contrario, pero sin generalizar. Hay personas excelentes cuyos nombres quedarán para siempre debido a sus buenas acciones, y mucho hijo de mala madre, que hará lo mismo. No me parece que la cantidad de palabras, ni la limpieza de glándula pineal, ni la fórmula para obtener un sitio en la vida, merezcan esfuerzos por parte de investigadores.

En cuanto a dietas, el volumen de sugerencias es tan grande como la desnutrición por defecto que pulula en el planeta. En lugar de buscar soluciones prácticas que ayuden a disminuir este terrible flagelo, los estudios recientes nos muestran listados de alimentos que promueven el cáncer, o lo alejan, o lo evitan con seguridad, o incluso lo curan. Otra forma de entretenernos es leer las propuestas de nutriólogos (siempre son catedráticos de más de veinte años de experiencia) para bajar de peso. Incontables y prometedoras son las fórmulas: la dieta de la luna, la dieta de la sopa, la dieta de la cebolla, la antidieta, y muchas más.

Todas y cada una tiene un basamento científico, que muchos incautos creen. Como no somos insensibles, a ratos intentamos mantener el régimen que nos explica el nutricionista Mengano, que debe tener más de 100 años de edad, según el tiempo que lleva dedicado al estudio del brócoli y de las flores de calabaza, de la cebolla y del ajo, por ejemplo. Y del maní, de los frutos secos en general, y del tallo de la lechuga.

Sucede que al dirigirnos al agromercado, un brócoli cuesta más que cuatro aguacates. Nadie tiene flores de calabaza, y los tallos de lechuga dan más lástima que ganas de tragar. El maní, afortunadamente, abunda en Cuba. Y misteriosamente nadie es alérgico a él, como sí en otros países, o al menos en las películas. Del cucurucho que pregonara Rita Montaner al actual, no queda más que la tercera parte, pero no hay que ser tan exigente. Hay maní y punto. Viene a ser la representación digna del reino de los frutos secos. Si comiéramos las dosis diarias recomendadas (son cinco), pasaríamos gran parte del tiempo en el baño. En ese detalle me he fijado: ¿cuántas veces al día debemos comer vegetales y frutos secos, en aras de evitar lo maligno que nos acecha? Todos los estudios recientes, de última hora y llevados a cabo por muy prestigiosos investigadores coinciden: cinco veces. Ni más, ni menos. Yo me pregunto si además de desayunar, almorzar y comer sentados a la mesa, maní, florecitas, cebollas y ajos y tallos, ¿se supone que vayamos por la calle masticando? No solo se anuncia un bajón de peso que nunca llega, sino que además, nos prometen longevidad. Seremos delgados y duraderos, según esas fórmulas.

Por último, quiero agregar que en ocasiones se mezclan estas tres obsesiones en los estudiosos, y el resultado es alucinante. Por ejemplo, “el silicio es fundamental para el buen accionar de nuestras células” (ahí  se incluyen las dendritas, los axones y las cardiomiofibrillas), y “debe consumirse diariamente, siendo los alimentos más ricos en este oligoelemento el mastuerzo, la alfalfa y los puerros”. En mi vida he visto ninguno de estos tres vegetales. Debo tener el silicio bajísimo.

Mucho se habla de los métodos actuales para embobecernos, ya sean internáuticos o tradicionales, culturales o propagandísticos, pero poco se dice de la fatuidad de mensajes que nos llegan acerca de estudios, investigaciones, propuestas, fórmulas mágicas y manuales de estilos de vida. Cada quien asumirá la opción que crea más conveniente. Yo, por lo pronto, sugiero fijarnos más en nuestro entorno, dar la batalla que nos corresponda, comer moderadamente todo aquello que esté a nuestro alcance, y vivir a plenitud. O sea, en paz con nosotros mismos. En lugar de angustiarnos por el manganeso y el silicio de la dieta, los milígramos de la cafeína, el colesterol bueno y el malo, y la función de la parte de adentro del occipucio, intentemos ser felices, dejando a un lado fantochadas pseudocientíficas.

PS. Acabo de leer que caminar descalzos es terriblemente perjudicial para no sé qué vértebra ni cuántos ligamentos. Con lo que me gusta estar sin zapatos, qué horror.

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