Pregoneros pinareños

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

A mediados del siglo anterior, la provincia de Pinar del Río, mal llamada Cenicienta de Cuba, lo intenta casi todo para tratar de ponerle trampas a la miseria; sin embargo, los signos zodiacales nunca le favorecen: los politiqueros arañan sin piedad el tesoro público, la industria tiene el síndrome de la tortuga, la producción tabacalera es el tesoro de unos pocos y la agricultura comercial está en manos de terratenientes y comerciantes inescrupulosos que pagan salarios muy bajos a los jornaleros y encarecen los productos.

Esta situación provoca que la capital provincial se llene de desvalidos, merodeadores y buscavidas, cultores, todos, de la lucha y el cuento. Entre estos sobresalen los boliteros, recaderos, oradores de cementerio, cirqueros, domésticas sin contrata y, sobre todo, los pregoneros ambulantes, llenos siempre de chucherías y bagatelas artesanales (de factura casera), quienes se pasean con total desenfado por terminales de ómnibus, plazas, bulevares, esquinas tumultuarias y paradas de ómnibus.

Música del estómago

Según revela Wilfredo Denie Valdés en Apuntes para una historia de Pinar del Río (2012), a principios de la centuria anterior es noticia en dicha vecindad, aún bastante gris, un tal Echenique, aguador, a quien llaman Cheni. Este tiene tres carretones con toneles de roble tirados por yuntas de bueyes y toma el agua del Pozo de Pequeño, rival de la Fuente de la Yagruma. Él no usa el vocablo agua, solo dice: “¡Cheni…! ¡Cheni…!”. Y la gente enseguida agarra los cubos y sale a su encuentro. Tiene un descendiente nombrado desde niño Melodioso (le gustaba cantar y boxear), que hereda el negocio del padre con este pregón: “¡Aquí está el hijo de Cheni… el agua de Melodioso!”. Es bueno señalar que Cheni se mueve solo en los barrios periféricos del viejo Pinar, pues el centro de la urbe es abastecido por un acueducto que comienza a funcionar en 1903.

A partir de los años 30 surgen muchos pregoneros, inspiradores de músicos y poetas pueblerinos, como cierto proveedor de crocantes o tabletas de maní que al transitar por las aceras toca una desafiante trompeta escuchada, sin piedad, en todo el barrio, y Vicente, limpiabotas de día y vendedor de maní tostadito en la noche con un martilleo que llama a la carcajada (“¡Aquí está Vicente, vendiendo maní caliente, para las viejas sin dientes!”).

En este inventario debe aparecer, además, Lele. Negro, bonito, mate, bajito de estatura y fornido, que anda siempre cargado de apetitosos aguacates. Sin embargo, es tartamudo y desde los doce años tiene que aprender a cantar sus pregones. Cuando empieza en su peregrinaje inventa un cántico oído cientos de veces en las calles: “Oye, como dicen en la provincia pinareña, de flor en flor, aguacatero soy…”. Tinino, por su parte, un hábil lechonero, pone un trípode con una bandeja cerca del Mercado de Abasto y Consumo de la villa, donde hoy está la pizzería La Terracina, y solo murmura con una actitud teatral: “Ven… ven… bellota y palmiche…” (los puercos criados con estos frutos de la encina y la palma dan una carne de mucha calidad).

1) El Mercado de Abasto y Consumo, un lugar muy frecuentado por los pregoneros pinareños del ayer. Foto donada por Jorge del Valle González.
1) El Mercado de Abasto y Consumo, un lugar muy frecuentado por los pregoneros pinareños del ayer. Foto donada por Jorge del Valle González.

Un caso muy particular es el de Eusebio Martínez Mesa, quien comienza a incursionar en el oficio en la tercera década vendiendo chicharrones y termina como pieza clave de un danzón. El hombre, nacido en 1882, en el pueblito de Viñales, en el seno de una familia de origen canario, se viste con pulcritud y elegancia y con una voz potente y nasal, ostentosa, grita a los cuatro vientos: “¡Chicharrones al estilo de las Islas Canarias…! ¡Hay tres tipos de chicharrones… el cuarto tipo los domingos o días feriados…!”.

No obstante, su encumbramiento no se produce hasta la Segunda Guerra Mundial. En estos años abandona los ilustres chicharrones, como efecto de la escasez de grasa, y se dedica a comercializar coscorrones y unas galleticas que, probablemente, aprendió a hornear en su niñez junto a su padre en la panadería La Mariposa, ubicada no lejos de Puerto Esperanza. Entonces, comienza a usar una especie de seguidilla ambigua que, de alguna manera, reprocha la crisis económica existente durante el gobierno de Grau San Martín: “¡Galleticas… galleticas…! ¡Hay que echar manteca! ¡El pueblo tiene la razón!”. No se sabe con certeza si él debe echarle más manteca a sus productos o es el Estado el obligado a darle más manteca al pueblo. Esta improvisación es retomada, más tarde, por el compositor Jacobo González Rubalcaba, su coterráneo, quien en 1946 crea el danzón “¡Hay que echar manteca!”.

En reino de Alejo

Tema aparte es el de Pepón, zar de un burdel abierto en los locales de una vieja herrería fundada por Antonio Mendoza en el terreno de la actual terminal de ómnibus de Pinar del Río. Pepón, despedido en las Minas de Matahambre por su mala conducta, explora a diario los baldíos de los alrededores con una incitante propuesta: “Vamos a lo de Mendoza, que el que no va a Mendoza no goza”. Uno de sus rivales es Ángel Cardoso, con vocación de garrocha, quien monta un espectáculo bien pendenciero que va ganando en fuerza y excentricidad: llega a subirse en unos zancos de cinco metros de altura, usa unos pantalones grises, de rayas, larguísimos, luce un sombrero de bufón y se arma con un artefacto parecido a una bocina destinado a realizar sus promociones del jabón Rina (al igual que la recordada Consuelito Vidal), la Guayabita del Pinar y la gaseosa Jupiña.

La nota más misteriosa de este relato la pone, sin dudas, un fígaro deseoso de tener más clientes. Este sale con frecuencia al portal del establecimiento y susurra de forma trágica: “Se acabó el mundo…, se acabó el mundo, caballeros”. En realidad, se trata de pregón-anzuelo. Los ciudadanos, ajenos al embuste, se acercan al sitio y preguntan nerviosos: “¿Y qué pasó?, ¿por qué se va a acabar el mundo?”. Claro, los ingenuos terminan presos de las navajas, talcos y afeites del engañoso barbero y su local terminará llamándose Se acabó el mundo…

El restaurante El Kíkere, donde los voceadores de Pinar podían comer alimentos calientes a bajo precio en compañía de decenas de camioneros. Foto donada por Jorge del Valle González.
El restaurante El Kíkere, donde los voceadores de Pinar podían comer alimentos calientes a bajo precio en compañía de decenas de camioneros. Foto donada por Jorge del Valle González.

Los billeteros de Vueltabajo son un anecdotario permanente, no solo por su elevado número, sino por la jocosidad de sus representantes, tan habituales como los feos postes de tendido eléctrico. La mayoría de ellos pululan con enormes pancartas –llenas de decenas y centenas– y logran hábilmente que en sus pregones los números adquieran una equivalencia simbólica con algún animal, mineral o fuerza de la naturaleza (a menudo los asocian a figurones de la comunidad y arman el escándalo). El barniz religioso es también innegable (Vaya, San Lázaro el diecisiete / que se juega el sábado. / Mira que aquí llevo la Caridad del Cobre…).

En este conglomerado manda Alejo El Ciego, fetiche de los billeteros de Pinar del Río. Este pierde la visión en su juventud por una explosión ocurrida en las Minas de Matahambre y se radica en Rancho Grande, en las estribaciones de la capital provincial, donde se dedica a la venta de billetes de lotería con una alegría y una sonrisa permanentes. Es muy respetuoso y amable; mas, no es bueno provocarlo en demasía. Algunos fastidiosos le gritan:

–¡Alejo, dame el siete…!

Y él responde de inmediato:

–No… no… no… del “feroz” ni un meñique…

Un día llega a una pescadería y pide varias docenas de cangrejos vivos. El dependiente se los echa dentro de su saco, presuroso. Sin embargo, Alejo los toca con el bastón y siente que están muy quietos. Algo preocupado, pregunta:

–Oye y estos cangrejos por qué no se mueven…

–No… es que se fajaron anoche y algunos están muertos…

–Bueno, échame de los que ganaron…

Amor para el matungo

De manera paradójica, los pregoneros no solo ofertan mercaderías llegadas de donde nadie se imagina. Pueden ofrecer también amor y esperanza. Ese es el caso Serafina Rodríguez Friol, Fito, una negrita muy bajita y delgada que tiene algún tipo de trastorno sicológico y es un poco introvertida.

Bondadosa y sensible dentro de su habitual mutismo, desde muy pequeña esta dama comienza a recorrer los hospitales y clínicas de maternidad (incluyendo las exclusivas de la colonia española) para mostrar su interés y preocupación por la salud de cada uno de los pacientes, a quienes apacigua e infunde aliento. Jorge del Valle González, un estudioso local, me comentó cuando lo entrevisté en 2014:

Va sala por sala llevando a todas las camas un mensaje de apoyo algo impreciso. Ella saluda y pregunta:

–¿Cómo te sientes?

Si el doliente no reacciona por inconsciencia o gravedad, el acompañante le responde:

–Está mejor… se mantiene…

Entonces, ella asevera siguiendo un ritual:

–Bueno, no te preocupes, pronto va a salir de aquí…

Nunca especifica hacia dónde iba a dirigirse el matungo, si al cielo o a su casa. Era una luminosidad, siendo, en propiedad, una mujercita insignificante. Siempre tiene una sonrisa dulce y tierna a flor de piel, aunque muestra un solo diente ya en los años 50.

Fito anima, al mismo tiempo, a las mujeres a punto de parir y otras veces se le ve por las calles con un recipiente de cristal en busca de un sabroso café destinado a los pobres, inválidos y pedigüeños.

“¡Mango, manguito, mangüé de la torrecita… ahé… el que se come uno se come diez!”, “¡estiro bastidores!”, “¡churros… churros!”, “¡amolador de tijeras… las tijeras para ti!”, “¡Tierra colorada para sus macetas y plantas!”, “¡San Lázaro pide vela!”, “Claaaros los traigo… ¡huevos frescos del país!”. En verdad, la historia de los pregoneros pinareños, con humos en los zapatos, alaridos roncos e incesantes coloreando sus labios de bronce y gargantas de ángeles, no se les debe evaporar a sus ciudadanos. Si esta indagación estimula nuevos sondeos habrá valido la pena el largo viaje que hice por tierras de Vueltabajo en una guagua interprovincial destartalada, con un calor de mil demonios, ritmo de reguetón y paso de tren lechero.

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