Réquiem por mi pueblecito verde

Foto: Alexander Londres Rodríguez.

Foto: Alexander Londres Rodríguez.

Yo nací en un feliz pueblecito verde, en medio del monte. Hace 15 años una nueva escuela me abrió las puertas de la ciudad y le dije adiós a mis gentiles vecinos con su “ey” a cada encuentro; a los árboles verdísimos; al cielo azul; a los cocuyos; a las estrellas por la noche; a las casitas de madera de palma real y techo de guano; a los conucos arados por coyundas de bueyes; a los trillos de visitar a mis primos; a las guayabas y guanábanas del patio de mi abuela; a mis amiguitos y a lo que más me gustaba a mí, el río.

En Puriales de Caujerí, que es como se llama el pueblo que me vio crecer, el río siempre fue algo singular. Su forma de infinito majá de Santamaría atravesaba varias veces el caserío y luego se extendía junto al camino, para después perderse por las lomas. Se quisiera o no, había que tenerlo en cuenta.

¿Qué niño –como yo cuando vivía allá– dejaba de ir a bañarse en sus aguas cristalinas después de la escuela; de zambullirse de cabeza en los pozos más hondos; de jugar en la orilla y cazar jaibas y pececitos; o cuál no disfrutaba saltar las piedras de la calzada mientras cruzaba a la otra orilla? ¿Quién con esa inocencia de entonces se perdía de ver las impresionantes crecidas color marrón desde el puente o la carretera, para ver pasar veloces los árboles arrancados o los puercos flotando que no pudieron escapar de la corriente?

Foto: Alexander Londres Rodríguez.
Foto: Alexander Londres Rodríguez.
Foto: Alexander Londres Rodríguez.
Foto: Alexander Londres Rodríguez.

Hoy vivo en Guantánamo. Sólo cuando casualmente he encontrado a alguno de aquellos viejos conocidos de Puriales, he sabido de la gente del barrio; de las casas que ya no son de guano y tablas; de los guajiros que ya andan menos a caballo; de la carretera recién pavimentada; de los árboles no tan verdes como antes; y del río, ese que yo conocía de memoria, por las tantas veces que lo crucé para ir primero a la escuelita primaria y a la secundaria después… por todas las veces que nadé en sus aguas para mitigar el calor.

Pero imágenes recientes me han vuelto a transportar hasta aquel pueblo en que nací. Ahora muchos de mis antiguos vecinos lloran: el río no les perdonó las casitas, ni el puente, ni los puercos, ni los sembrados, ni aquellas partes del camino más cercanas a su cauce. Arrasó con todo. Las lluvias del vendaval alimentaron su furia y le hicieron querer recuperar aquellas tierras, que según cuentan los más viejos, le pertenecieron una vez, en épocas pasadas.

Después de Matthew. Foto: Jorge Luis Merencio / Granma.
Después de Matthew. Foto: Jorge Luis Merencio / Granma.

Esas crueles imágenes me quitaron el sueño. A partir de ahí, ya no pude tenerle el cariño de antaño, ni añorar sus fuertes corrientes, que atravesaron mis recuerdos convertidas en sinónimo de destrucción.

Por eso no lo perdono. Porque ya Sabanalamar no es el mismo río de aquellos tiempos en que yo corría descalzo por sus márgenes. Y porque sólo en mis memorias de infancia se mantendrá apacible, bordeando interminablemente las montañas de aquel, mi lejano pueblecito verde, que hoy no es feliz.

Foto: Alexander Londres Rodríguez.
Foto: Alexander Londres Rodríguez.
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