Sancti Spíritus: una leyenda de 500 años

…que ella vive en mi alma/ anda y dile así:/
dile que pienso en ella/ aunque no piense en mí…
(Teofilito, Pensamiento)

Cuando en 1514 el Adelantado Diego Velázquez fundara la Villa del Espíritu Santo, no podría adivinar que ocho años más tarde una colonia de bibijaguas desterraría a los lugareños hacia las márgenes del río Yayabo. Cuentan que las diez casas y la ermita que conformaban a Pueblo Viejo salieron huyendo del apetito de las hormigas y su supuesta afición por devorar el ombligo de los recién nacidos.

Cuentan, además, que mientras no existió el puente de ladrillos, cal y leche de chiva, los habitantes de Sancti Spíritus debían rozar las aguas del Yayabo para comunicarse. Y que la villa se fue llenando de calles empedradas, de construcciones medievales y conventos, y de negros que se apellidaban Valle, que era la familia más rica de la villa y a juzgar por el lema de su escudo: «El que más vale no vale tanto como Valle vale», también la más arrogante.

En 500 años, los espirituanos enterraron conventos franciscanos, pelearon en la manigua, cosieron guayaberas, parieron un General para luchar en las tres guerras, hicieron zafra, hicieron Revolución, limpiaron el Escambray, juntaron de tres en tres las guitarras y crecieron la trova, le dieron la vuelta al parque y lo reconstruyeron luego en medio de hallazgos arqueológicos, que amenazaron, durante semanas, la agilidad de los trabajos por el medio milenio.

Y es que todos suponían, luego de Trinidad y Camagüey, que algo grande había que hacer en «Santilé». Digo, algo más grande que reparar el Paseo Norte y retocar las fachadas. Algo como vestir a la villa de guayabera y despertar a su gente de la modorra que ya dura décadas.

En cuestión de semanas, al sol y a la intemperie, la gente del Espíritu Santo demolió, limpió, pintó, rediseñó y reubicó los espacios urbanos esperando, quizás, una retribución de la villa a tantos menesteres. Pero una ciudad nunca puede, por sí sola, pagarle a sus habitantes todo lo que hacen por ella. Una ciudad pasa demasiado tiempo cargando el peso de las tradiciones y de la historia, como para recordar dar las gracias.

Sin embargo, uno las siente. En el murmullo de las aguas que parten en dos a la villa, en el viento que bate fuerte sobre el campanario de la Parroquial Mayor, en los murales que ha ido sembrando la vida por sus paredes, en el sabor a lluvia fina y a patio del agua de la pluma –que es como los espirituanos le decimos a la llave–, en el regocijo de pronunciar parrrrque y azúcarrrrr y tarrrrde, en la obstinación incurable de irle a los gallos en la pelota. Y en la nostalgia, que sabe a cerveza de carnaval y a guiso de maíz los domingos, que huele a frituras de malanga, a cuero de chivo y a libros usados.

Santilé cumple 500 años y sigue siendo, desde que la vivo, la misma ciudad dormida en su historia, musical por antonomasia y fiel a sus leyendas de güijes y pasajes subterráneos donde –dicen– escondían a los hijos del pecado de las monjas. Y no sé por qué, a los que estamos lejos, el aniversario se nos ha metido dentro, en la garganta, mientras, al fondo, se reproducen viejas canciones de trova, viejas canciones de serenatas.

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