Tras la huella

“¡Siempre juntos!” Diseño: V. Ivanov, 1963.

“¡Siempre juntos!” Diseño: V. Ivanov, 1963.

La huella cultural soviética no comienza a partir de la Cuba de 1959, sino durante los años veinte, poco después de que los bolcheviques tomaran el poder, y se expresaría en el imaginario cultural de una manera polivalente. Como no tengo espacio para más, voy solo a mencionar algo que a veces suele omitirse: sus líneas negativas más gruesas en la cultura política cubana.

Aludo a la presencia de un pensamiento estalinista y sectario que llevaría, por ejemplo, a no considerar las diferencias entre actores tan distintos como Antonio Guiteras Holmes y Fulgencio Batista durante el Gobierno de los Cien Días, y más tarde a caracterizar el ataque al cuartel Moncada, protagonizado por una nueva izquierda estructurada alrededor de la Generación del Centenario, como un acto de pustchismo y de voluntarismo pequeño-burgués.

Luego, con la revolución triunfante y durante la llamada época heroica (1959-1971), se manifestaría otra modalidad de sectarismo que condujo en 1962 a obstaculizar el proceso unitario en las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI) y más tarde, en 1968, a la llamada Microfracción –bastante pegada a la Embajada– en un momento en el que las relaciones bilaterales estaban todavía marcadas por el impacto de la Crisis de los Misiles, un episodio en que los camaradas retiraron los cohetes de la Isla cayendo, en fin de cuentas, en el mismo ninguneo que norteamericanos y españoles cuando el Tratado de París.

El proceso cubano no había tenido más alternativa que acudir a la URSS ante el desenganche de la economía norteamericana, con la que existían viejos nexos de dependencia estructural que comenzaron a disolverse debido al curso nacionalista de los primeros años, sobre todo después de la primera Ley de Reforma Agraria.

En junio de 1960 la negativa del Departamento de Estado a refinar veinte mil barriles de petróleo soviético en las instalaciones de la Texaco –una medida tomada ante la supresión de la cuota azucarera norteamericana–, reforzó una colisión que se iría profundizando durante principios de los años sesenta.

Este hecho puso a la orden del día la presencia de los rusos en territorio nacional, algo que puede seguirse paso a paso desde la llegada a Cuba de Alexander Alexeiev, corresponsal de TASS y agente de la KGB que se reunió con Fidel Castro y Ernesto Che Guevara en octubre de 1959, y la visita a Cuba de Anastas Mikoyán, en febrero de 1960, hasta la exposición de tecnología y productos soviéticos en el Museo de Bellas Artes de La Habana y, finalmente, el establecimiento de plenas relaciones diplomático-culturales.

A principios de esa década arribaron a Cuba los primeros cooperantes soviéticos (los tanques llegaron de manera secreta en 1960, junto a asesores y artilleros). En ese primer contacto, los cubanos les marcaron ciertas distancias debido a la ausencia de prácticas culturales como no utilizar desodorantes y, en el caso de las mujeres, no afeitarse las piernas, costumbres adoptadas de norteamericanos y europeos occidentales, consideradas medidores civilizatorios.

También el contacto con ellos les hizo arribar a algunas conclusiones en el refranero popular: “No hay enfermera señorita, ni ruso millonario”, esto último a reserva de las actividades de contrabando en las que se involucraban las esposas de militares y técnicos, bien mediante la venta de chocolates y otros productos deficitarios o la compra de joyas y oro para ser repatriados a Moscú.

Hablaban una lengua extraña, indescifrable ni con imaginación, y vestían como si el tiempo se hubiera detenido en algún punto entre la conferencia de Yalta y el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Los marineros que desembarcaban por la Bahía de La Habana solían tener tatuajes en los brazos y casquillos dorados en los dientes, prácticas entonces tenidas por marcadores de presidiarios y marginales.

Pero esos distanciamientos se veían compensados por la llegada de una tecnología –tractores, camiones y equipamiento militar– que permitía resolver las necesidades de la sobrevivencia. En esa medida, fue una tecnología eficiente y resistente, pero también derrochadora e inviable, excesivamente pesada y aparatosa; en una palabra, demasiado rusa.

La Zafra de los Diez Millones, llamada a dar el gran salto hacia adelante, constituyó un capítulo frustrado y lo que marcaría el fin de la heterodoxia y la orientación hacia el bloque soviético, del que se copiaron algunas cosas y otras no. El ateísmo científico, literalmente clonado de allá, añadió una capa más de discriminación.

A los creyentes había que demostrarles que su fe constituía el remanente de un pasado superado: la religión era “un reflejo distorsionado y fantástico de la realidad” y, en definitiva, el “opio del pueblo”, expresión convenientemente sacada de contexto por los manuales soviéticos utilizados en el sistema nacional enseñanza y en las escuelas del Partido.

El problema consistía en que todo aquello se extendía sobre el tejido social precisamente en el momento en que la Teología de la Liberación y las comunidades eclesiales de base venían desafiando los modos tradicionales de ser iglesia en América Latina, con el surgimiento de una iglesia popular y en el contexto del Concilio Vaticano II.

Los paradigmas que los creyentes discutían con quienes los harían abjurar de su fe iban desde el sacerdote-guerrillero colombiano Camilo Torres y Frank País –un bautista asesinado por la policía batistiana en las calles de Santiago de Cuba– hasta el padre Sardiñas y el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, cuyo testimonio En Cuba circulaba clandestinamente entre algunos jóvenes universitarios, religiosos y no religiosos. Pero estos datos no parecían arañar la lógica de los adoctrinadores, quienes bastante a menudo tenían menos cultura general y política como para hacer una discusión a “calzón quitao” con muchos cristianos.

La religión es parte de la cultura. De ahí que la flecha no calara tanto en el blanco.

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