Boxing

Al escritor Amir Valle le pasa como a Sofía Coppola, esa de Lost in translation: nunca va a poder recuperarse de los efectos de su primer éxito masivo. Coppola lo sabe bien. Toda esa pose de cineasta comprometida y la mejor –o más efectiva– película que hizo fue aquella sobre un tipo andropáusico (Bill Murray) que ni siquiera tiene sexo con una chica (Scarlett Johansson) más hermosa que toda la pintura renacentista. Dato: hay una foto, tomada por Annie Leibovitz para la edición americana de Vanity Fair, de Johansson y Keira Knightley desnudísimas, que bien podría ser un cuadro de Tiziano.

Amir, por su parte, escribió en 1999 la segunda versión de Habana Babilonia, que cambió el non-fiction cubano –hasta entonces atenazado por Miguel Barnet y su Biografía de un cimarrón– y creó una subcultura, la de la narrativa jineteril. Así, Amir Valle se dedicó los quince años siguientes a observar cómo su libro –un surtido de archivos, crónicas, testimonios y entrevistas a jineteras, proxenetas, policías corruptos, taxistas, agentes turísticos, dueños de burdeles clandestinos y traficantes de droga– se convertía en un virus literario que infectaba primero a los periodistas y luego provocó algunas metástasis en el cine cubano.

Habana Babilonia creó una legión de clones más rápido que Ivette Cepeda.

(Las teorías conspirativas dicen que alguien hurtó de las oficinas del Premio Casa de las Américas una de las tres copias presentadas por Valle; que alguien fotocopió el texto y lo colocó en Internet, y que fue ese estatuto de libro ilícito –unido a la sandez de los miembros del jurado al declarar “Desierto” el premio en el género Testimonio– lo que disparó las hormonas de los lectores cubanos. “El deseo está en lo prohibido”, decía Georges Bataille. Aun así, el libro sobrevivió a todos y a todo, transformado en un texto fantasma, un e-mail clandestino convertido en el centro de atención. Tanto que hasta el día de hoy no hay libro que publique Amir Valle que no sea promocionado como “el nuevo libro del autor de Habana Babilonia”. Eso porque el volumen fue el mejor trending topic de nuestra literatura finisecular. Los que vinieron después tuvieron que aprender a escribir y vivir bajo su sombra: se volvieron malísimos epígonos. De hecho, ciertas ficciones cubanas del nuevo milenio pueden leerse así, como una irritante lista de intentos de destronar a Amir Valle del centro del non-fiction.)

Es lo mejor que le puede pasar a un escritor. O lo peor. (En una ocasión, Richard Yates –autor de esa ficción venal que es Revolutionary Road –comentó en una entrevista que tenía la sensación de haber escrito demasiado poco en su vida, y que esto se debía a la mala suerte de que su mejor libro fue el primero.) Amir Valle nunca pudo recuperarse –literariamente– del impacto de su novela-testimonio: mientras, se convertía en profeta de lo underground hasta la llegada de Pedro Juan Gutiérrez. Y todos sintonizamos la pelea. Pacquiao versus Mayweather. Un buen boxing. Era difícil hacer un pronóstico: ambos se narraban a sí mismos, hacían cameos y coqueteaban con importantes editoriales extranjeras; ambos venían con el pedigrí del periodismo; incluso, vivían en la misma cuadra; compartían CDR; narraban en Zona. No era una mala idea, aunque en el caso de Pedro Juan Gutiérrez se cae a pedazos después de la tercera novela del llamado “ciclo de Centro Habana”. Más clavos para el ataúd del municipio. Sí, porque mientras el resto de la isla envejece –casi contradictoriamente inexplorada– Centro Habana suena en la discoteca de nuestra narrativa como un viejo hit remasterizado. Y a los extranjeros les suena perfecto. Basta tararear un poco y seguir el ritmo para ver cómo aparecen Gutiérrez, Valle, y hasta Padura, todos de traje y corbata negra, onda Reservoir Dogs, caminando en cámara lenta hacia el desastre 100 por ciento cubano. Material predilecto e inminente para cineastas como Agustí Villaronga, Félix Viscarret o Laurent Cantet. Ejemplo pertinente:

“Es 7 de septiembre, vísperas de La Caridad del Cobre. Los tambores suenan desde muchos sitios y recuerdo aquellas películas de exploradores en el Congo: “Oh, los caníbales nos rodean.” […] Sigue el calor. […] Solo dejo abierta la ventana pequeña que da al sur. Desde allí se ve toda la ciudad, plateada entre el humo, la ciudad oscura y silenciosa, asfixiándose. Semeja una ciudad bombardeada y deshabitada. Se cae a pedazos, pero es hermosa esta cabrona ciudad…”

Una imagen que podría haber sido tomada por Cartier Bresson. Pero Centro Habana no tiene copyrigth. Centro Habana ya no como patrimonio de Pedro Juan, ni de Amir Valle, ni de sus deudos profesionales sino como una mitología –Reina María Rodríguez lo sabe mejor que nadie–, una casa embrujada, el escenario de una banda de rock postapocalíptica. Una estructura a punto del derrumbe, en “estática milagrosa”, que parece a ratos un vertedero tóxico. Ha sufrido inundaciones, incendios, derrumbes. Ha soportado la historia. Las ilegalidades se extienden en capas geológicas. Todo está ahí. A la vista. A un paso de las luces artificiales del centro histórico. Centro Habana marca el límite de ese museo higienizado para agradar al visitante que es el casco histórico. La vida cubana del extrarradio.

Pero me distraigo. Ambos autores te hacen preguntarte ¿dónde estabas en 1994? Lanzaron una literatura que apenas éramos capaces de disimular. Y nos doblaron la mano con eso. Se metieron en nuestras cabezas sutilmente, sin posibilidad de vuelta. Pero pensar en Habana Babilonia y Trilogía sucia de La Habana desde el presente, intentar entender esas imágenes, esas historias, es un espejismo peligroso, porque ¿cómo sumergirse en los abismos de la psique de una nación que históricamente ha sometido su memoria a los rituales de la más incuestionable felicidad, en el terreno visual, político, social y religioso? Así, leemos sobre la Cuba de los noventa en estos libros como quien ve una película espeluznante que carece de significado concreto. Tal vez por eso ambos libros permanecen inéditos en la Isla. Se han publicado otros, pero no los mejores de ambos escritores. Porque estos textos son como la Disneylandia de Banksy: un parque temático del horror cubano. Otra demostración perfecta de que la literatura cubana también corre por los bordes de lo que se ve y vende en librerías nacionales.

Y mientras escribo esto pienso: ¿dónde ha encallado hoy el non-fiction cubano? Es la segunda década del siglo y reina la estática en el género testimonio. Los mejores libros son coletazos que llegan desde el exterior. Impublicables, por supuesto. Supongo que Ricardo Piglia tenía razón: “cuando se ejerce el poder político se está siempre imponiendo una manera de contar la realidad”. Eso. Aunque bajo la superficie nade un kraken.

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