Apuntes del Langostino remolón: La soga al cuello

El problema de Tras la huella, ese policiaco de los domingos, es que en ocasiones uno termina más identificado con los malos que con los buenos. No exageremos. No digo que con un asesino, o con un violador. La televisión cubana está muy lejos de dotar de humanidad a los criminales o a los depravados, cuando casi siempre humanidad es lo que le sobra a estos sujetos.

Pero sí nos parecen más cercanos los que cometen delitos administrativos -digamos los que roban cemento o matan vacas- que los encartonados oficiales del Minint. La diferencia en Cuba entre robar y sobrevivir no es ya una cuestión del acto, del hecho en sí. Es una cuestión cuantitativa. Si usted se roba un pollo, está sobreviviendo. Si roba un camión, bueno, ya lo que pretende es enriquecerse.

Como casi todos los televidentes hemos resuelto algo por la izquierda, los ladrones de Tras la huella nos despiertan compasión, una leve empatía con sus destinos de tránsfugas. Todavía podemos entender que el que roba un camión de mercancías merece la cárcel, pero también entendemos que el estado se busca, por estricto, por desconectado, que le fachen con impunidad.

Aún Tras la huella no se ha atrevido a presentar un caso donde boten a alguien del trabajo porque se robe un pollo, o un poco de leche en polvo. Ellos saben dónde se meten. En uno de los últimos capítulos, el administrador luce desconcertado cuando el oficial que encarna Omar Alí (no me sé el nombre del personaje) le enseña los papeles que demuestran las ilegalidades ocurridas en la empresa. El administrador dice entonces, algo ingenuo, que si no puede confiar en sus trabajadores, entonces en quién. Ahí la cámara hace un zoom in a la cara de Alí y Alí, quien parece tener la respuesta de los diez millones, se toma unos segundos y luego aclara tajante: “En el control interno, administrador.”

Después aparece la Mayor Mónica (interpretada por Blanca Rosa Blanco, tan buena que está, y tan bien que actúa) con un libro en la mano. Alí le pregunta qué libro se está leyendo y ella responde -un detalle- que El nombre de la rosa. Luego aclara que es una buena novela y que le ayuda mucho a resolver los entresijos de su profesión, los casos confusos. Alí le responde que ciertamente El nombre de la rosa es una buenísima novela. El diálogo nos parece gratuito, pero no lo es.

Ya sabemos, al menos, que el oficial que Alí interpreta cubre una amplísima gama de temas. El hombre puede ir de la administración a la literatura, del control interno a Eco. Luego conocemos que El nombre de la rosa es el libro de cabecera de la Mayor Mónica, y que la ladrona principal del capítulo fue su amiga más cercana de la infancia, su yunta fuerte.

Y aquí viene la escena que no tiene desperdicio. Aparece Mónica de niña, meciéndose en un columpio, con la novela en la mano. No hay nadie que pueda leer mientras se mece, pero Mónica la niña sí lo hacía. Entonces su mejor amiga, la futura delincuente, viene a buscarla, le dice que suelte el ladrillo ese, que se van para una fiesta. Mónica lee y su mejor amiga se burla. El mensaje es claro y debemos captarlo. También es aborrecible, por supuesto, insufriblemente didáctico. Si lees, terminarás en el Minint. Si no lees, terminarás robando. El problema es que ya tenemos que empezar a filmar esas sagas que tan bien se les da a los americanos, donde la policía es la corrupta y la banda de maleantes es la que rescata el país.

Pero esta gente se pone la soga el cuello. Salgamos a la calle y preguntemos, a ver en cuántas de estas patrullas habaneras, cargadas de oficialillos insolentes, conocen a Guillermo de Baskerville.

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