Asfalto

El barrio de mi infancia demoró mucho tiempo en conocer el asfalto. Eso quiere decir, obviamente, que por mucho tiempo no solo fue un barrio periférico, sino casi rural. Como todo buen campo que se respete, aunque esté a solo dos kilómetros de la ciudad, tenía marabú y malas hierbas hasta donde alcanzaba la mirada, unos canarreos de miedo, y mosquitos.  En realidad no se le puede llamar asfalto a aquella mezcla de piedra blanca y chapapote ligero sin vocación de perdurar con que trataron de disimular la arcilla del suelo, pero algo es algo, se dijo la gente de entonces. A esas alturas ya estaban (estábamos) cansados de fanguear siempre que llegaban los temporales, y el asfalto, o lo que sea que hayan echado allí, era sinónimo de comodidad, de desarrollo. Esta, lo supe después, era una visión subdesarrollada del desarrollo. Se necesita más que asfalto.

A veces  papá ensillaba su caballo Hilarión y nos montaba a mi hermanita y a mí para que llegáramos con los zapatos limpios a la escuela. No puedo siquiera imaginar de donde mi padre sacó el nombre para su bestia, porque de lo que sí estoy segura es que no conoce al personaje de La verbena de la paloma. El caballo de marras, sin embargo, se merecía aquel nombre, por viejo y achacoso, como el Don Hilarión de la zarzuela española, aunque al pobre lo de casquivano no le asentaba porque cuando apenas empezaba a ser garañón le amputaron su virilidad.

Sobre el lomo huesudo de Hilarión recorríamos el lodazal infinito entre la casa y la parada, pero la alegría de haber burlado los charcos duraba poco porque la espera por la mítica ruta 22 se hacía imposible, más para dos niñas de 10 y siete años que medían el tiempo por el cansancio de mirar al horizonte sin encontrar el inconfundible rostro de una Girón XI. Otras veces la desventura era a pie, y debíamos usar zapatos viejos, que mi madre guardaba en un nailito, porque se puede ser pobre, pero no sucio.

Los camiones llegaron días después de que unos hombres midieran el intento de calle que hasta ese  momento teníamos. Habían trabajado una o dos semanas, con aparatos un poco raros, poniendo estacas en el suelo y supongo que imaginando el camino negro que nos regalarían. Empezaron a voltear un rocoso pálido que enseguida bordó un finísimo encaje sobre el (ahora y creo que entonces también) prehistórico Caribe. Luego el chapapote hirviendo y una capa de piedra y otra vez el pegajoso sirope caliente y… ¡ya!, ¡al fin! Una calle con asfalto. O mejor dicho, y nos enteramos después, una calle con penetración invertida. Ese término debió generar suspicacias porque las penetraciones siempre son procesos complejos, incluso traumáticos, y lo de invertida, no sé…, me da mala espina. Pero el suceso, por anhelado hizo que la gente mirara más, como dicen los románticos, con los ojos del corazón que con los ojos de la cara.

De un tirón aparecieron en el barrio de mi infancia las competencias de bicicletas y hasta las chivichanas. Cuando nos caíamos las rodillas no tenían incrustadas pequeñas piedrecitas, como antes, y más que rasguños exhibíamos auténticos mamellazos: ardían menos, pero dolían más. Creo que el viejo Hilarión no vivió suficiente para dejar que sus cascos resbalaran en la callecita nueva y hubiera que gritarle un soooooooo, ¡caballooo!, porque al pobrecito le costaría frenar. Y nosotros por un tiempo creímos que había llegado el desarrollo y entonces empezamos a soñar con el sistema de acueducto y alcantarillado, para quitarnos de encima el agobio del pozo que después de cinco cubos ya estaba seco, y aquella manigueta que daba un dolor en los brazos del cará. Otra vez…ya sé que es preciso más que asfalto, o penetración invertida, o lo que sea.

El resto se puede adivinar. Dos décadas después, con cientos de carretones, tractores y hasta rastras pisándole las entrañas a la calle asfaltada y sin una sola, minúscula, efímera reparación o mantenimiento, solo queda un viejo costurón, una cicatriz espantosa que le arranca a los vecinos una frase demoledora: “está peor que cuando no había asfalto”. Y una se pregunta si algún día la vieja Inés, que así se llama la callecita de mi infancia, volverá a sentir, por lo menos, el olor del chapapote. O del desarrollo.

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