Buscabas un teléfono

Hay segundos que son como para bebértelos, como para gritarle a todos que fuiste tú el único testigo. Y si pudieras congelar la imagen, y sentarte a mirarla una y otra vez, y cambiar el ángulo a tu antojo, y reír, y quizá hasta escribir unos buenos versos. Y luego pestañear un momento y que todo siga su curso, y tú tu camino, pero repleto de esa imagen, de ese momento que sabes que son unos buenos versos.

Por eso hoy jurarías que puedes dividir el mundo en dos. Pero dividirlo no en dos mitades, sino en dos tipos de personas: los apurados, y los despacio. Ahí está todo. No hacen falta más estratos. Despacios y apurados.

Durante horas recorriste los confines de La Habana. Te duelen las piernas, y tanto silencio dentro también a veces fatiga. Guaguas, camiones, aceras, pinos, edificios, mar, malezas, puentes, tiendas. Todo eso entrándote por los sentidos como cañones sin descanso.

Pero ya es más del mediodía. Hay sol –y ves que sudas, y hasta lo disfrutas, hacía rato no sudabas caminando–. Estás perdido. Caminas por calles del Cerro que apenas podías imaginar. Lugares que se parecen a otros lugares, silencios diferentes, ruidos diferentes, una pared que no conocías de día.

Pero sigues perdido, y es justo en ese momento cuando aparece lo mejor. Están sentados en un pequeño parque. Apenas unos bancos, un par de árboles, y ellos.

Llegaste porque buscas un teléfono público. Te urge un teléfono público. Has ido a un lugar por una información y lo único que obtuviste fue un número de teléfono. Y tienes que llamar a ese teléfono para saber si no te mienten, si no te están peloteando. Le acababas de preguntar a un hombre que cómo subías a Calzada del Cerro y le hombre te dijo que un par de cuadras más y a la derecha. Los escuchaste, diste las gracias y seguiste sudando un poco más por la misma acera.

Entonces llegaste al pedazo de parque aquel. Pequeñito. Un corredor de palmas es lo primero. Siempre te han gustado las palmas. No es patriotismo ni caseuncarajo, tampoco dan sombra, pero son altas, firmes, diáfanas, las ves y buscas una metáfora en la soledad de sus troncos sin ramas. Un corredor de palmas. Como columnas. Sí, por eso es que te gustan. Son como columnas naturales. Como columnas.

Y los ves, ahora es que los ves. Están sentados en uno de los bancos con sombra. Él quizá tenga unos setenta y tantos años, ella quizá también, pero luce más joven, más fuerte. Él sostiene un bastón entre las manos, y la mano de ella. Ocupan todo el banco, como si hubieran nacido para arrellanarse allí de por vida, o como si esperaran por ti, que has comenzado a sonreír por dentro, y los disfrutas mientras preguntas algo tonto, que si un teléfono público, y ellos que no saben, y que tampoco se sueltan las manos, y tú les notas una complicidad magnífica, como de enamorados furtivos, de esos que saben disfrutar los segundos, las pocas horas disponibles. Das las gracias bien bajito, cortés, atontado. Y ellos dicen por nada, y se encogen de hombros, y no se sueltan las manos, y vuelven a lo suyo. Conversan. Algo conversan que les provoca una sonrisa a medias, cautelosa pero coqueta. Y notas que ella le acaricia la mano con suavidad, como si se le fuera a romper. Y en él hay como una luz, de esas que has visto en ti cuando sabes que llegaste a donde debías, y que no habrá ya más ojos donde dormir que esos que duermen a tu lado. Una luz tranquila, despaciosa. Puede que sean esposos desde hace años, pero tú les notas un brillo infinito, como nuevo, como de exploradores. Puede que solo descansen un momento, porque el bastón pesa, porque no son pocos los años, pero tú sientes que en ellos hay más, que conspiran, que se regodean, que se disfrutan. Despacio. Muy despacio.

Quieres continuar, pero caminas más lento. La sonrisa tonta siempre te hace caminar más lento. Por unos segundos el mundo es más suave, aquella muchacha que te carcome se apacigua en tus venas, el aire se respira mejor, las nubes se aligeran, aquel hombre que arregla una silla en plena calle ha notado tu sonrisa y la comparte cómplice, y detiene unos segundos el martilleo. Tú, que has caminado tanto hoy, no sientes los dolores de tus rodillas, tampoco sudas, tampoco hablas, solo te has detenido en ese leve milímetro de manos tomadas. Y doblas a la derecha, buscando la Calzada del Cerro, pero ya más despacio.

Hoy jurarías que puedes dividir el mundo en dos, en dos tipos de personas. Los apurados y los despacio. Y sabes que en los despacio está la vida, y los buenos versos de unas manos tomadas y con bastón.
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