Ciudad ajena

Foto: Jorge V. Gavilondo.

Foto: Jorge V. Gavilondo.

La Habana, como cualquier ciudad, tiene el tamaño y la textura que uno decide. Su luz blanca, su olor a hollín atravesando el tiempo, los rostros adustos, enmohecidos, los muros roídos. Su vanidad, su elegancia demodé, su ritmo acompasado. Todo eso pertenece solo a mi propia memoria y no consta en ningún otro lugar como no sea en mi corazón.

Hace muy poco tiempo lo he sabido al fin: La Habana no existe. Lo aprendí en el segundo en que comencé a extrañarla creyendo que ya no la vería. Y me di cuenta de que a pesar de mi ánimo, La Habana mía, la única, es un mar de volutas de humo blanco, islas de nostalgias adulteradas casi sin asidero y sin consecuencia. Pero es todo y es solamente la vida que he vivido en ella.

Mi Habana tiene su ombligo en la Calzada del Cerro, “más bien enorme”, como la de Jesús del Monte. Allí en 1978 mi hermana dejó un mechón de pelo con sangre en la caja de herramientas de un camión ruso que la pellizcó como a una piedra sobre el asfalto. A mi hermana… corre-que-la-niña-tuvo-un-accidente. No miró, no vio, y la Calzada, donde no se juega, le puso un traspié.

Mi Habana es esa Calzada ruidosa por donde caminan mujeres en chancleta arrastrando por la mano a hijos mocosos vestidos de corduroy. Vienen con las manos llenas de blísteres, pomitos de cristal ámbar y tubos de aluminio: Duralgina, Kauterín, Tolnaftato, quizás. Salen de una farmacia con piso de granito y una pequeña puertita inserta en una gran cortina de metal. Una puertita de Lewis Carroll. Absurda y mágica.

Mi ciudad era casi gris entonces con paréntesis coloridos en las revistas de los kioscos abarrotados de prensa socialista con portadas cromadas.

Era un entorno superpoblado de gentes y de guaguas humeantes, calurosas, que llegaban al Payret, a la “zona de los rusos” de Alamar y, los fines de semana o en vacaciones, a las cercanías de Virtudes y Águila. Era allí a donde un hombre alto y de bigote, mi padre, me llevaba: al linotipo, el plomo, la tinta; a las oficinas acristaladas donde los adultos la pasaban muy bien conversando y tecleando en máquinas mecánicas sobre papel pautado: mi Habana era ese periódico Trabajadores mucho menos elegante de lo que debió haber sido El Mundo, achicharrado doblemente, por fuegos y por olvidos.

Foto: Jorge V. Gavilondo.

Mi Habana durante años no tuvo árboles hasta que un día se volvió verde. Fue cuando atravesé la frontera: dejé el siglo XIX para obtener de golpe el XX. Del Cerro al Vedado.

Atrás quedó mi casa con paredes de cinco metros de altura, el olor a humedad, lo oscuro y un salón gigante que era el recuerdo de una peluquería nacionalizada a los abuelos. Más de un fantasma agraviado vagaba por allí mientras mis padres derrocaban el antiguo glamour con fiestas de “¡A viviiiiiiirrr!”, animadas por la EGREM, el ron Legendario y el enchilado de cangrejo: espectros de rubias platino con incómodos peinados y mucha laca.

El Vedado, en cambio, era frondoso, de laureles, de lianas, de aceras reventadas por pequeños cataclismos botánicos. Eso fue lo que me tocó, por la gracia de una divina casualidad. Un verdor rotundo y un swing que yo creí inigualable por mucho tiempo. El Vedado de mar, de malecón, de autos rápidos, de aire en el pelo, de eróticas tertulias sobre un muro público. Paseo y G desplegadas hacia el mar, refutando el hacinamiento de mi Cerro natal. Eran las coronarias de mi nueva vida.

Foto: Jorge V. Gavilondo.

No regresaría atrás sino de excursión, con la misma vaga curiosidad de un turista. Siéndole antipática a ese mundo en el que la pobreza, el desgano y la pillería se han ido enquistando, me protejo. Ah, la calle Obispo. Ah, San Rafael, Zanja, Galiano, Neptuno, Belascoaín, Monte. No son mías, pero no soy yo sin ellas.

Moriré en una Habana corta, de trillos que una y otra vez mis pasos han descubierto. No quiero ni puedo ir más allá. Porque no hay nada en el lado donde no estoy o donde ya no quiero estar. Y no hay más Habana que la mía.

Su perpetuidad es lo que ahora comprendo: no se me escapará algo que solo yo poseo. Y no voy a perderla. Sus estatuas, sus calles, sus plazas, sus árboles aparecieron justo cuando empecé a transitarlos y a convertirlos en mí. Antes, y antes de todos los antes, todo eso fue tramoya. Y así será después de mí.

Foto: Jorge V. Gavilondo.

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