LA SEÑORITA ALINA

Cuando la señorita Alina pidió a los alumnos que subieran a la plataforma, los escalones me parecieron interminables. Habíamos copiado la tarea de geografía del cuaderno de Ángela. La vergüenza apretaba como un grillete.

Cinco o seis encogidos muchachos nos encontramos frente a todos los ojos del mundo. La montaña que se recortaba en la distancia se había despeñado sobre mí.

Cuando en el aula, la pena se volvió más sofocante que el calor, habló la señorita Alina:

―Estoy orgullosa de ustedes. La verdad aunque es severa, es amiga verdadera.

La escuché con atención, puse más atención que nunca; pero comprenderla me ha llevado años.

Pudiera dibujarla ahora mismo frente al pizarrón verde; pudiera describir su manera de sujetar la tiza. Pudiera recortarla desde la azotea de la escuela ―adonde me escapaba por la escalera de caracol—, y la veía avanzar, pequeña, envuelta en el polvo del camino. Llegaba con sus papeles acunados, con su ropa sencilla. Y la escuela hacía silencio.

La señorita Alina podía cambiar el universo con el extremo del puntero. De Tasmania a Groenlandia, de los Urales al desierto de Atacama. Por ella memoricé las capitales del mundo. Tiempo después leí en mi expediente escolar, con su letra indeleble: “este niño será cartógrafo”.

Pero el “cartógrafo”, entre los juegos olvidó sus deberes, otra vez. La señorita Alina estampó en una esquina la frase terrible: “No realizó la tarea”. Llené las hojas de borrones, lancé por la ventana la libreta forrada por mi madre y me gané el castigo. Al otro día, la maestra puso en mis manos un cuaderno nuevo y un libro de fábulas.

Los años se parecen al patio de mi escuela, siempre listo para recibir a unos y despedir a otros, mas algunos son imprescindibles, como la tierra.

Cuando la vida me coloca entre la conveniencia de callar y el civismo de romper el silencio, sé que la señorita Alina me está mirando.

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