Cómo sobrevivir sin congrí, o peripecias de un cubano ante la cocina rusa

"Hubo momentos en los que pensé que moriría de hambre, a pesar de la abundancia".

Cuando hace tres años vine a estudiar a Moscú, tras doce horas de vuelo sentí como si –literalmente– hubiera aterrizado en otro mundo. Y esa sensación no se circunscribe a la nieve, las tiendas repletas de mercancía, la maravillosa cultura o la belleza limpia y descomunal de la capital rusa. No. El cambio también lo registraba cada día mi estómago.

Hubo momentos en los que pensé que moriría de hambre, a pesar de la abundancia. Sin saber cocinar, mis primeras opciones se limitaban a la comida chatarra y a la stolovaya (comedor) de la universidad, donde me esperarían no pocas sorpresas.

Día 1. Tras interminables clases de ruso en las que, más que entender, adivinaba, llega la hora del almuerzo. Entre tantos platos, busco algo conocido y ahí estaba: ¡congrí! Cuál no sería mi sorpresa al probar la grechka (alforfón), cereal de sabor bastante diferente al que esperaba, pero que he aprendido a apreciar por su alto valor nutritivo.

Tampoco me atreví a comer uno de aquellos panecillos dorados, recién horneados, que parecían rellenos de… hormigas. Luego supe que eran semillas de amapola y que le dan a los panes y dulces un sabor muy agradable. Cuando el hambre apretó, me atreví con los pelmienis, una especie de raviolis o bolas de pasta rellenas con carne. Aquí en Moscú son muy populares y los venden tanto en restaurantes, preparados de forma sofisticada, como en bolsas de plástico en los supermercados. Mi primera experiencia resultó amarga. No solo no me gustó el sabor sino que me causaron indigestión y estuve casi una semana yendo constantemente al baño. Luego, cuando les perdí el miedo y volví a probarlos, descubrí que existen muchos tipos, según el relleno y la calidad, así que al fin hice las paces con los pelmienis y, desde entonces, los como con muchísimo gusto.

Pero no todas las primeras impresiones fueron negativas. Me encantó el borsch, una sopa de fuerte color rojo con verduras y pedazos de carne. No sabía que la remolacha es su ingrediente fundamental, justo el alimento que he odiado desde mis días en el círculo infantil, cuando las “seños” me la hacían engullir. Bueno, pues resulta que ahora el borsch me fascina. No sé cómo lo hacen, pero la remolacha, cocinada de esta manera, es una delicia.

 

Hablemos de mi receta rusa favorita: el bliní. Es una especie de arepa que, por lo general, se unta con mermelada, chocolate derretido o leche condensada. También se rellena con jamón y queso, carne, manzana o requesón. Tradicionalmente se consume durante la fiesta eslava masliénitsa (una celebración en homenaje al fin del invierno y el inicio de la primavera), pero la verdad es que no me importa comerla en cualquier otro momento del año.

Nada más parecido a las hamburguesas de toda la vida que la típica kotleta rusa. Tal vez la diferencia más notable sea su forma más alargada y los condimentos que le dan un peculiar sabor. Lo cierto es que estas bolas de carne picada me han salvado la vida más de una vez. Entre ellas, mi preferida es la kotleta a lo Kiev. Hecha con picadillo de pollo y rellena con mantequilla, queso o champiñones, es una auténtica delicia que pido siempre que puedo.

Con el jolodets sí superaron mi imaginación. Es un plato preparado en base a la gelatina procedente de la carne, a la cual se añaden condimentos, verduras (zanahoria, ajos y arvejas) y trocitos de carne, pollo o cerdo. Es muy popular en celebraciones familiares, pero cuando la tuve delante por primera vez no logré evitar arrugar la nariz. Los rusos ni siquiera entienden cómo el jolodets puede no gustar a los extranjeros, así que alguna vez no queda otro remedio que probarlo para no hacer un desaire. Cuando te acostumbras, llega a parecer sabroso.

Un día, al salir con mis amigos, pidieron para acompañar el vodka algo preparado con la grasa del cerdo. Yo esperaba unos crujientes chicharrones, pero trajeron el denominado “salo”: tiras de tocino de la espalda o de la panza del cerdo, adobadas con condimentos. Los rusos lo consumen y lo adoran desde hace siglos, algo comprensible, pues ayudaba a soportar el crudo invierno. Yo debo admitir que prefiero un buen abrigo.

El kvas es una bebida tradicional rusa que se produce mediante la fermentación de la harina de centeno. Con apariencia similar a la de nuestra malta, el sabor diferente puede sorprender al forastero. En los días de verano, cuando se encuentra en cualquier esquina, es inigualable para refrescar y reponer fuerzas.

El típico menú ruso incluye varios platos, empezando por la sopa, tan indispensable para que una comida lo sea verdaderamente, como el arroz para muchos cubanos. No puede faltar el pan, sobre todo, el best seller de la gastronomía eslava, el pan negro.

Además del ya mencionado borsch, otros caldos completan el catálogo, entre ellos la solianka, el shchi, o el rassólnik. O, en los meses más calurosos, algunas sopas se consumen frías, como la okroshka, que consiste de verduras picadas con huevos cocidos y jamón. Es común añadir a esta mezcla kvas o kéfir (un tipo de yogur muy popular).

Las ensaladas son otras indispensables en la mesa rusa. Yo conocía la más típica, “ensaladilla rusa” en el mundo entero, aquí llamada Olivié. En su versión original se basa en papas, pepinos, guisantes, pollo o jamón, con smetana (crema agria) o mayonesa. Pero me sorprendió muchísimo la variedad que encontré, desde la mimosa, una ensalada que se corona con yema de huevo, u otras con nombres tan curiosos como seld pod shuboi –arenque con abrigo–, preparada en capas y cuyo primer ingrediente es el arenque salado acompañado de verduras.

Entre mis platos principales preferidos está el shashlik, carne al pincho de origen caucasiano que no falta en ninguna fiesta campestre rusa que se respete. Por último, el infaltable postre y ahí sí que me gustan todos. Desde el más tradicional tvorog o requesón con miel o mermelada, hasta las exquisitas tortas. De estas, muchas conservan los nombres con los que se las conocían en la época soviética, como la Praga de chocolate, o la Kievski, con merengue crujiente, crema y frutos secos. Sin olvidar la mítica Ptichie moloko o Leche de pájaro, delicias solo comparables con la añoranza que me provocan unas torrejas cubanas.

Y es que a estas alturas, he aprendido a valorar la variada y suculenta cocina eslava, sin embargo sigo derritiéndome ante un plato de frijoles negros, cerdo asado y plátano maduro frito.

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