El hombre que vio a Dios en Camajuaní

Cuando llegué a Camajuaní, el 8 de noviembre de 2008, el investigador René Batista Moreno me esperaba para presentarme al hombre que vio a Dios.

René, fallecido en 2010, fue uno de los más originales y devotos rastreadores de la cultura popular cubana, sobre todo la generada en pequeñas locaciones, y años atrás había publicado, en el número 45 de la revista Signos el testimonio de Arturo Pérez, quien le contó sobre su encuentro con Dios en el charco La Playita, del río Camajuaní.

De gran imaginación era el relato de Arturo, con la sorprendente descripción física de un Jehová, por supuesto que en estado de levitación, bicolor, calvo y de voz tronante e ininteligible. A la estampa del séquito celestial solo puedo asignarle el calificativo de cinematográfica: unos indios a caballo galopan hacia el protagonista y, en el momento de impactarlo, se evaporan.

Cuando procesábamos el referido artículo yo era el director de la revista. Hilvanado con el tema “Mito y OVNIs”, tuvo una gran acogida: solo en su acto de presentación en La Habana se vendieron casi 500 ejemplares. Desde Miami me han llegado noticias de que una copia puede cotizarse hasta en 100 dólares.

Esa y otras historias fantásticas clasificaron en la entrega, de manera natural, como avistamientos. Por supuesto que la asumí con el mismo beneplácito con que siempre procesé los inusitados constructos folclóricos de René. En definitiva Signos, desde la época de Samuel Feijóo, constituía también un catálogo de hallazgos de seres imaginarios: güijes, madres de agua, ciguapas, brujas, jinetes sin cabeza, y toda esa fauna que conforma nuestra mitología vernácula.

En esa ambigüedad de quien no cree, pero quiere creer, me mantuve, hasta el dichoso día en que tuve frente a mí a Arturo Pérez, quien me repitió con tildes y plecas la historia de su cita divina. El hombre que vio a Dios no era una fabulación.

René Batista y el hombre que vio a Dios. Foto: Cortesía del autor.
René Batista y el hombre que vio a Dios. Foto cortesía del autor.

Con su habitual picardía mi amigo y colega Batista le pidió a Arturo que me relatara otros detalles, más asombrosos aún, del venturoso encuentro cercano. Refirió el vidente que poco tiempo después de aquellos hechos tuvo noticias de una convocatoria librada por el Vaticano para seleccionar la mejor narración con el tema «Yo vi a Dios». La dotación del premio era de 10 mil dólares.

Arturo envió su historia a la Santa Sede y esperó varios meses, con fe, pues tenía la certeza de que pocos devotos habían sido tocados por su misma gracia. Y un buen día le llegó un paquete del Vaticano, juró, donde además de una carta agradeciéndole su participación, le felicitaban por esa maravillosa consagración, que ninguna de las numerosas autoridades clericales había recibido. También, afirmó sin inmutarse, le enviaron dos pomos de agua bendita.

Yo estaba atónito, más que todo por la certeza de que no se trataba de un esquizofrénico, pues las personas con ese padecimiento presentan rasgos físicos fácilmente identificables, además de que sus alucinaciones no son visuales, sino auditivas. Su hablar era pausado y sereno, casi se podría decir que reflexivo. Nada en su fenotipo avisaba de enfermedad mental aguda. ¿Un mitómano? ¿Un ingenuo? Ambas cosas quizás.

El motivo de mi viaje a Camajuaní aquel lejano día fue para la presentación de mi libro El Ungüento de la Magdalena, sobre el humor en la medicina popular cubana, acabado de salir de las prensas por Ediciones La Memoria del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau. La relación de trabajo que sosteníamos René y yo, iniciada en 1975, creció en la colaboración común con Feijóo, pues varias veces compartimos labores en las investigaciones a que nos conminaba el polifacético artista. Gracias a aquellas búsquedas, realizadas entre 1975 y 1979, peinamos, siempre a pie, todo el municipio de Camajuaní, sin obviar sus numerosos caseríos y bateyes dispersos.

En medio de los agotadores, pero divertidos afanes de recopilación conocí a personas cuya existencia nunca hubiera soñado. A muchos de ellos René los inmortalizó en libros de tan buena acogida como Cuentos de guajiros para pasar la noche, Los bueyes del tiempo ocre, Ese palo tiene jutía, Yo he visto un cangrejo arando, El vuelo de Andrés Labatúa y La fiesta del tocororo, entre otros. Durante el tiempo en que sostuvieron relaciones de trabajo, Feijóo y René intercambiaron una apreciable correspondencia; las cartas que el autodenominado Sensible Zarapico dirigía a René tenían como destinatario al Doctor Manigua, mientras en algunas de ellas el remitente era un tal Doctor Pataʼe chivo.

René Batista y Samuel Feijóo. Foto: Cortesía del autor.
René Batista y Samuel Feijóo. Foto cortesía del autor.

Gracias a esos volúmenes de René supe de Amador Acosta, un anciano de 89 años a quien el dúo de folcloristas visitó en su bohío, en busca de mitos y leyendas. Un detalle extraño llamó la atención de Feijóo, pues el morador, por todo mobiliario, solo tenía un taburete de cuero.

El autor de Juan Quinquín en Pueblo Mocho inquirió la razón de tanta austeridad, a lo que nuestro personaje respondió para sorpresa del intelectual: «Porque yo solo tengo un par de nalgas». Tal respuesta hizo delirar a Samuel, al extremo de que comenzó a correr alrededor del bohío, exclamando: «¡Ave María, gato, Ave María, gato!», hasta que Amador le dijo: «Usted parece un gallo templaʼo por guanajo». Y Feijóo conminó a René: «¡Este hombre va a acabar conmigo, no puedo enfrentarlo!». Y se marchó a toda velocidad. La existencia del personaje la confirmé poco después de la salida del libro, por testimonios de tercera mano, pues Amador había fallecido a finales de los setenta.

A Pedro Fernández, alias Pedro Makat, que aseguraba haber fotografiado a un güije, y durante un tiempo le prometió en vano la foto a Feijóo, sí lo conocí personalmente, incluso antes del fiasco fotográfico, pues era el padre de Giraldo Fernández, un poeta y artista plástico, buen amigo además. A mí Pedro me confesó con mucho sigilo, como mismo hizo después con Feijóo, haber creado una linterna única, un arma estratégica de gran eficacia para el espionaje, dijo, cuya luz era capaz de doblar las esquinas.

En conclusión, a ese indoblegable investigador de la cultura popular que fue René Batista Moreno le debo, como toda la cultura cubana, haber conocido en toda su humilde humanidad, a los más pintorescos y delirantes personajes que con tanta frecuencia, tal figuras del realismo mágico, se cuecen en esos hornos de alfarería que son los pequeños asentamientos humanos.

Aquella tarde de 2008, finalizada la jornada de presentaciones de mi libro, el entrañable René me engolosinó con la promesa de otro encuentro, más inverosímil aún que el sostenido con Arturo. Me aseguró que en mi próxima visita me presentaría al personaje más fantástico de todos: un ser, lo dijo con aquella socarronería docta que le caracterizaba, solo posible en un cuento de Ray Bradbury, o en una novela de J.R.R Tolkien. «El único recordista Guinnes de este pueblo», aseguró. Lamentablemente, la muerte a destiempo de René impidió el «milagro».

Aunque Alejandro Batista, seguidor de los pasos de su padre, me asegura que el personaje existe, que se llama Renecito Vitorero y vive en el barrio La Ceiba, en ninguna de mis visitas recientes a Camajuaní pudimos contactarlo, pese a que lo buscamos y los vecinos nos confirmaron su precaria sobrevivencia.

—Cuando vuelvas por aquí —fueron las últimas palabras de René aquella tarde—, te llevaré a conocer al hombre que vive con la cuota.

Aún conservo la esperanza de fotografiarlo. Camajuaní solo me queda a 30 kilómetros.

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