De las distintas revelaciones del exceso

Para Daisy, Julián traspasó la raya. Lourdes, la tía Lourdes, una amiga a la que llaman tía y no una tía real, ha caminado lo equivalente a unas tres cuadras, el trecho que separa a su edificio del de sus “sobrinas”. Vino a calmar tempestades, o tal cometido es solo el que uno espera que haya traído en su conciencia, pues su desempeño no ha servido a la paz. Ha echado leña al fuego. Le ha pedido a gritos a Papito que llene a Julián de huecos. De inmediato los vecinos se elaboran una idea, revelan una fotografía en sus mentes del estado de Julián si Papito decidiera tomar cartas en el asunto. Papito es grande, diestro y pegado a las peleas de barrio, que no son aquellas en las que el final es más presumible, el final de las peleas de barrio es confuso, trasegado, un final abierto, un final fragmentado en otros finales igualmente dudosos.

Lo evidente es que Julián ha desaparecido de la escena y que a los vecinos les urge en sus adentros que la función prosiga. Son los pichones en el nido que claman por su alimento. Uno de ellos ha lamentado la ausencia de una cámara oportuna. Otro tuvo el descaro de arrancar sin porqué su Ford 1949 y pasearse cachazudo delante de los protagonistas, con los ojos saltados de las cuencas. Después parqueó el auto lo suficientemente cerca como para no perder detalles, saltó de él y empezó a simular que lo fregaba (el Ford brillaba de limpio). Un tercero bajó con el perro, lo cual en insólitas ocasiones agrega a sus tareas. Una mujer en lo presumible burlona alza la voz desde el balcón y dice eh, Herminio, así que sacando a Rin Tin Tin a dar una vuelta. (El perro no es un pastor alemán ni nada relacionado, además responde al nombre de Cujo y para rematar es un sato diminuto con pelos ensortijados en las patas traseras)  El hombre le responde que no, que lo que sucede es que Cujo anda mal del estómago y debió sacarlo para que comiera unas hierbas que lo mejoran, que el perro olfateando sabe cuáles le sirven.

Con Julián fuera de las tablas hay quien da por terminado el episodio. Hace quince minutos, el señor viudo del último piso lo vio errando en los exteriores de la cremería del reparto, pisoteando su jardín horrible. ¿Qué tal se veía?, pregunta una señora con rolos. Bien mal, le responde el viudo y alza las cejas. Ese no vendrá a dormir. No sé ni qué decirte, el alcohol envalentona. Estará borracho pero de loco no tiene un pelo, ni de bobo. Ajá, y dudo que lo reciban con serpentinas. Ajá, lo que pienso es que no vendrá y que pasará la noche en la calle. Bueno…que dé gracias si lo ignoran y duerme tranquilo. La señora dice que sí, que dé gracias si amanece sin un rasguño, y cita algo bíblico que se refiere a los mansos y a la herencia de la tierra, y luego se disculpa con él porque el teléfono suena y debe contestar, y se retira.

La camisa de Julián es un potrero y su aspecto en general es el de un pelele abandonado. Estaba hecho un asco, repite el viudo de los altos, alargando levemente la s en la palabra. Dentro de su apreciación, por encima de un asco, Julián es un asssco. Dana, su esposa, salió a perseguirlo angustiada. Yosbel, el hijo de Doris, resolvió no ir a atenderse al hospital y se le ve nervioso.

En cuanto a las rayas que menciona Daisy, ha habido muchas. Rayas van, rayas vienen, plantea Darcis, y Dana le da la razón. Pero a ciencia cierta nadie sabe de la raya específica de la que habla Daisy. Cada uno tiene sus rayas, un punto a rebasar.

II

Doce en un apartamento de cuatro habitaciones. Hablo de doce personas repartidas entre cuatro habitaciones. (En La Habana se han censado casos peores: más de veinte en una sola vivienda con capacidad muy inferior)

Cuando Dulce, la esposa de Eduardo Luis Godoy, se propuso tener hijos, tuvo cuatro niñas. Una a una. Fue la década de los partos de Dulce. Primera, Doris, nombre que escogió la madre. Segunda, Dana, nombre elegido por el padre. A la tercera la llamaron Darcis por una decisión del matrimonio, que tenía una amiga en común con ese nombre, que fue madrina en el bautizo. La cuarta se llamó Daisy por sugerencia de Doris que ya estaba crecida, y por mantener la tradición de las D en la familia.

Ley natural. El matrimonio fue envejeciendo y las niñas haciéndose mujeres. A Eduardo Luis lo asaltó una gripe fuerte que se combinó con la avanzada edad y le procuró el abrazo gélido de los camposantos. También interpretan que es que quería morir. La tristeza lo había castigado duro con la pérdida de la vieja Dulce. La muerte para ella, en cambio, tuvo menos de expresiva en el cuerpo. Murió de un único infarto preparando el almuerzo en la cocina. Cayeron unos platos y no había nadie en casa que percibiera los sonidos. El viejo había ido a la farmacia a comprar dipironas porque a Dulce la abordaban unas cefaleas abusivas por temporadas. Al regresar Eduardo Luis creyó hallarla en el suelo, rodeada de fragmentos de platos que tenían imágenes de flores y pájaros volando. Creyó hallar a Dulce, pues lo que encontró fue su cadáver.

Luego Eduardo Luis fue quien describió el desconsuelo familiar, se diría que era un desconsuelo antropomorfo. Eduardo Luis no estaba, su presencia hacía pensar que sí pero no estaba, y ni siquiera se podría asegurar que había una presencia cabal suya; la familia contaba con el calco palpable y semivivo del viejo. Hay una creencia de que en los matrimonios añejos tras la ausencia de una de sus partes, la otra declina irremediablemente hasta apagarse.

En los años en que Dulce y Godoy se unieron en matrimonio, habitaban un apartamento de dos habitaciones en el que criaron a sus tres primeras hijas ajustándose a la falta de espacio. El apartamento había sido heredado por Eduardo Luis tras el fallecimiento de su padre, Luis Ángel Godoy. El apartamento quedaba en Marianao, a unos metros del Obelisco. Dulce tuvo la dicha de que una compañera de trabajo que buscaba reducción y acercarse a la familia le propusiera permutar para el reparto Camilo Cienfuegos. Para un apartamento de cuatro habitaciones, en un tercer piso. Dulce le comunicó a Godoy y aceptaron la mudanza. De modo que estuvieron viviendo pronto en la Habana del Este, donde murieron ambos de la manera expuesta, dejando el apartamento de cuatro habitaciones en poder de sus hijas.

Siendo adultas y casadas Doris, Dana y Darcis trajeron a sus esposos a convivir con ellas. Doris tuvo dos hijos varones, Yosbel y Yunier, intranquilos y robustos; Dana, tuvo a Alejandro, delgado y avispado; Darcis, a Rosmerys, afectuosa pero majadera. Daisy, todavía sin hijos, se hizo novia de Raciel, Papito, que también se mudó al apartamento.

Buscando conformarse, las hermanas habían hecho de cada cuarto una casa particular, con cocina incluida, explica bromeando Doris. Bromea, pero no miente. En cada cuarto hay, en efecto, una cocina instalada. En otro país, la historia hubiera sido distinta, asegura Doris al cabo de unos segundos de elipsis y enseguida le pregunta a un vecino que la acompaña si está de acuerdo con ella. El vecino asiente como una marioneta de hilos.

III

Sucede así. Chicho te exige a ti, Julián, que atiendas al juego, porque de lo contrario te vas a comer un forro. Repasas las fichas, la del nueve seis te recuerda a Dana: nueve arriba y seis abajo, ancha arriba y estrecha abajo. Ipso facto sonríes bobamente, bebes un trago apocalíptico de ron y lanzas la pieza con desprecio explicando que no estás de ánimo para gordas, preguntándote, a la par, si alguna vez estuviste de ánimo para gordas, y no es que fueras un devoto de las flacas secas sino que las gordas te fastidian. Cuando te uniste a Dana ella tenía sus carnes, hasta ahí, perfecto, bella para tu gusto, el problema es que detrás del parto las carnes se ensancharon hasta su grosor actual, cero atractivo.

Chicho inicia una serie de chistes que se abalanzan hacia la gordura de tu esposa. Entonces optas por levantarte, y adviertes que has tomado demasiado o lo bastante para perder el enfoque de lo que te rodea o lo bastante para que los sentidos se te afecten o, en fin, lo bastante para declararte borracho total. Entonces, qué ideas las tuyas, te preguntas si lo que quieres es ser un borracho irremediable. Entonces te preguntas si los borrachos irremediables quieren ser borrachos irremediables. Y puesto que tus condiciones no te permiten desenterrar una respuesta con sentido, determinas marcharte y dejar el juego a medias, por lo cual te despides. Chicho, como acostumbra, te insulta y reclama que al menos termines la partida; tú, como acostumbras, te niegas.

Pasas un parque de aparatos plañideros. Pasas una cafetería y un local parvo que se llama El empíreo y que vende cervezas. No se llama El empíreo pero crees que sí, y ni idea de dónde saltó la palabra. Nunca grabaste bien las palabras extrañas, pero cierta vez fuiste romántico y le escribiste a Dana que sus ojos eran la hoja en la que se leía el poema más bello del mundo y te sentiste literato.

Pides una Tínima, fría, bróder, por favor. El hombre que atiende responde que sí y la pone sobre el mostrador con displicencia. Con el tacto, descubres que el hombre te mintió, que la cerveza se siente tibia, no fría, tibia, lo que es igual a que estuviera caliente, porque la cerveza sin la temperatura adecuada es una cerveza travestida, una sopa amarga. Pero no le reclamas, guardas el cambio y te vas. Al rato atraviesas un césped pardusco, y mientras lo recorres te surge la duda de si ese césped siempre ha sido pardusco, no te acuerdas de haberlo visto verde, no inmensamente verde como el de los edificios cercanos, tampoco te acuerdas de haberlo visto sin ese color de tierra. Y mientras lo recorres piensas que has estado un rato preguntándote estupideces propias de los borrachos. Los borrachos se preguntan estupideces o prueban filosofar con estupideces. Las borracheras son, a la postre, estupideces alegres.

No es una decisión inteligente convertirse en borracho, pero te consideras a ti mismo de corto ingenio. Tu paso por los trabajos no deja huellas. Fuiste albañil, carpintero, vendedor de viandas y de vegetales. Fuiste incluso, por unos cinco años, ratero de tendederas. De ratero te agarraron varias veces y te apalearon y en cada oficio un conflicto diferente te hacía desertar. Mal te valoraba Dana, ella que se hizo profesional de la salud como Doris; Darcis se licenció en Historia y Daisy en Sociología y cuáles eran sus fortunas, con qué derecho la gorda te reclamaba no haberte programado nada útil en la vida cuando lo útil es lo que da de comer y en esto de poner los frijoles arriba de la mesa tú llevabas el protagonismo.

Y, después, estaban las cantaletas. Sabías con anticipación que había una esperándote para cuando pusieras un pie en la entrada, como una mina de proximidad, y volviendo a las preguntas quieres revelar si las cantaletas son en el fondo una necesidad de los dos, si las necesitas tanto como ella y que extrañamente son lo que sustenta el hecho de estar juntos, y si el hecho de estar juntos tiene algo que ver con no estar juntos.

Se te cierran los ojos. A lo que más aspiras en este minuto es a despeñarte en la cama, lo que te imposibilita Dana; tal como presumías que iba a ser, te reclama explicaciones. Por supuesto que no, carajo, que no estás como para explicar por qué no te habías siquiera preocupado por cambiar el bombillo del techo que ya por poco no alumbraba, y te habías ido a tomar y a jugar dominó con toda la aptitud que te cabía. Ciertamente no constabas ni para explicar tu adherencia casi febril por las películas de Jet Li, cosa que expones tan fluidamente siempre que se te presenta la oportunidad.

Tampoco dirías, lo echas de ver, qué te impulsó a empuñar el cuchillo que había sobre la cómoda y amenazar a Dana. ¿Un final? No, un comienzo. Todo iba a cambiar a partir de ahí. Entonces no lo viste así, solo te precipitaste como un orate. Los gritos de Dana te atormentaban. Y no contabas con que Yosbel iba a irrumpir en defensa de su tía y a interponerse y a enfrentarte como un hombre con sus manos y derribarte, claro, hay que decirlo, a causa del ron perdiste el equilibrio con facilidad. De esta manera te viste en un aprieto y encontraste una forma de salir de este cortando el abdomen de tu oponente que retrocedió asustado y con los labios torcidos en una mueca. No te diste cuenta de que Daisy había aparecido, hasta que empezó a agredirte con patadas desordenadas y ya concluiste huir de una buena vez, apartándola de un fuerte empujón. Es decir, te fuiste sin más adversidades.

Si Dana no hubiera abierto la boca, si no me hubiera hecho lo que me hizo, conducirme a mis límites, nadie en absoluto hubiera salido lastimado. Es esta tu cábala, Julián, hasta que logras dormirte.

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