¿Dónde está mi amigo K?

Ilustración: Ajgiel (detalle).

Ilustración: Ajgiel (detalle).

Han pasado muchos años desde la última vez que vi a mi amigo K. Puedo suponer que fue la noche en que nos graduamos de décimo grado. Quizás después nos cruzamos algunas veces, pero prefiero tomar esa noche como referencia.
Yo había resistido a los embates de la campaña de reclutamiento para el Destacamento Pedagógico. Él había cedido, quizás por verdadera vocación. A lo mejor porque aquel acto de supuesta valentía le permitía esconder, una vez más, su flaqueza.
Aquella noche las vidas de todos nosotros comenzarían a tomar rumbos diferentes. Muchos fueron a convertirse en profesores de los que hasta un día antes eran sus compañeros de escuela en años inferiores. Otros seguimos en busca de la supuesta gloria de la educación superior después de franquear la meta volante del preuniversitario. Algunos tranzaron por hacerse técnicos de nivel medio. Los menos acabaron incorporándose al Servicio Militar Obligatorio.
Una buena parte de los que nos graduamos de Secundaria Básica, aquella noche bajo las luces de Cabaret Cubanacán de Santa Clara, éramos compañeros desde el primer día que llegamos al aula de preescolar, en nuestra querida e inolvidable escuela Edad de Oro, que antes se había llamado Gerardo Machado y finalmente Fabio Fuentes Moreira.
Aquella mañana de septiembre de 1965 llegamos a la escuela acompañados de nuestras madres. Era lo usual. Ellas ceremoniosamente nos entregaron a la maestra, una señora blanca en canas que ya sabíamos se llamaba Consuelo. A mí, particularmente, el nombre de aquella maestra me ayudó a menguar las lágrimas imprescindibles en el acto de separación, por primera vez en la vida, del seno materno y el calor del hogar. El nombre de Consuelo. Su piano. Su voz…
Detrás de la imagen de mi madre, que se despedía de mí agitando su mano, vi por primera vez el rostro de mi amigo K. Era un muchachito rubio, delgado, de ojos claros y espantados. Tenía cara de niña. Su mamá nos pareció muy vieja. Después supimos, no recuerdo exactamente cuándo pues a esa edad las cosas se van aprendiendo sin saber cómo ni en qué momento, que aquella mujer no era su madre sino su abuela.
Aquel día, ninguno de los que ingresamos en el aula de preescolar tuvimos moral para burlarnos de K que, acurrucado en una esquina del  aula como un cachorro abandonado, no paró de llorar en toda la mañana. Ni la voz, ni el piano ni el dulce rostro de la maestra le pudieron consolar.
Después, ya secas y olvidadas las lágrimas del primer día de clases, sí que nos burlamos de K. Todos los días. Alevosamente, como solo los niños saben hacerlo.
K, que todavía no era nuestro amigo, no paraba de llorar un solo día después que su abuela lo dejaba en la escuela. Entonces comenzamos a apodarle La Llorona, mote que fue evolucionando con los años a términos más crueles y sarcásticos. En tercer grado, aunque ya la figura de la abuelita aparecía menos a su lado, le decíamos Magdalena. En sexto, Corazoncito de Cristal. Cuando entramos en la secundaria, nuestro K era La Zarzamora.
Nunca nos importó saber por qué lloraba K. Aunque para ese entonces teníamos una idea más completa de su historia familiar. La madre se había ido para Miami en los días del éxodo de Camarioca. O sea: era “gusana”. Del padre se comentaba que vivía en La Habana, aunque en algunas conversaciones de las maestras escuchábamos que se le endosaba el término de “preso político”. Nosotros no sabíamos bien qué cosa era un preso político, pero sí que era un calificativo semejante al que ostentaba la madre de K.
Así el infeliz de K –para ese entonces a veces lo mirábamos con cierta piedad– no había tenido más remedio que criarse junto a una abuela costurera y sobreprotectora de la cual había heredado sus maneras. ¿Sería por eso que las maestras decían que era amanerado?
A algunos de nuestros padres no les gustaba que jugáramos con K en el recreo. A nosotros tampoco nos agradaba su compañía. K no jugaba a la pelota. K no se iba al río Bélico a pescar pececitos de colores. K no eructaba gases cuando, a diferencia de nosotros que nos empinábamos la botella sin respirar, apenas probaba su refresco de la merienda.
K no hacía Educación Física. K no se fajaba a la salida cuando le gritábamos ofensas. K se orinaba en los pantalones.
A K le echábamos pica-pica en el pupitre. A K le poníamos zancadillas cuando la maestra lo llamaba a la pizarra. A K le escondíamos las libretas y los lápices…
Por eso a todos nos sorprendió que K se fuera con nosotros a la beca del Yabú II.
Los primeros días fueron duros para K. Mientras nosotros trabajábamos como ayudantes de los albañiles y carpinteros en las labores de terminación de la escuela, a él lo destinaron, junto a las muchachitas, a la brigada de limpieza y embellecimiento. Los profesores argumentaron que porque era asmático.
Cuando comenzamos a trabajar en el campo, K nunca consiguió cumplir la norma.
La vida de K en el albergue la pueden imaginar quienes hayan pasado por alguna de las estancias de nuestro país con literas.
Pero como ocurre siempre, porque la vida tiene su dramaturgia, hubo un momento en que todo comenzó a cambiar. Ahora me resulta difícil recordar de dónde vino la idea. El porqué sí lo recuerdo: si estábamos en la nueva escuela donde se forjaba el hombre nuevo, K debía cambiar.
Y esa fue nuestra tarea. Debíamos convertir a K en un verdadero ejemplar de hombre nuevo. Hubo quien dijo con ironía que primero debíamos convertirlo en hombre.
Así se lo hicimos saber: “Te transformas en el hombre nuevo que debes ser o te revientas en el intento”. Él aceptó.
La primera muestra de valor de K fue participar junto a nosotros en la deshonrosa despedida que les dimos a dos muchachos que habían sido sorprendidos tocándose mutuamente en el baño. Hicimos dos filas en el pasillo central para que ellos pasaran cabizbajos frente a nosotros, que les estuvimos injuriando hasta verlos montar en la guagua Girón I que los llevó a sus casas a compartir su vergüenza con sus padres. Aquella tarde K fue quien más gritó. Y se ganó el abrazo de todos nosotros.
Después incorporamos a K a la educación Física. “Asmático era el Che y andaba por la Sierra debajo de los aguaceros”, le dijimos. La magia del Wuiti, nuestro profesor de Educación Física, hizo de K un voleibolista aceptable. También trabajamos fuerte con K en el asunto del cumplimiento de la norma agrícola. Los primeros días le ayudábamos a terminar el surco. La solidaridad estimula. Pero cuando vimos que con toda la contracandela que le dábamos y por mucho que nuestro amigo K se esforzaba no conseguía cumplir, buscamos otra variante: robar las cajas de tomates, o los sacos de papas, o los racimos de plátanos de los campos aledaños. K se hizo un verdadero as en esos menesteres. Y eso le valió en nuestra escala de admiración muchos más puntos que si lograra cumplir su norma trabajando cabalmente.
Para completar nuestra tarea nos faltaba buscarle novia a K. Y no fue difícil. Su rostro bonito, su cuerpo en pleno desarrollo y tonificado por el ejercicio del voleibol ayudó bastante.
En un papelito le escribimos lo que debía decirle a cualquier muchacha cualquier miércoles de recreación:
“Fulanayoquierodecirtequedesdeelprimermomentoenqueteviyomedicuentadequetumegustasmuchodimesiquieressernoviamía…”
La fórmula tuvo más éxito que el esperado. Queríamos una novia para K. Pero nunca pensamos que llegara a levantar una jevita todas las semanas. Mucho menos que algunas de nuestras novias nos dejaran por él.
De todas maneras, K se hizo uno más de nosotros. Llegó el momento en que nos sentimos orgulloso de tenerlo en nuestro grupo. Era el que mejor bailaba casino.
Aprendió fácilmente a tocar la guitarra y se hizo el centro del grupo en las noches de los miércoles. (Un día nos confesó que su abuelita le había enseñado piano y que por eso conseguía dominar cualquier instrumento. Pero nos pidió que no le dijéramos a nadie que él tocaba piano. Y fuimos leales con él).
Cuando se diseñaron los entonces nuevos uniformes azules, K fue uno de los escogidos para la pasarela en que se mostraron estos a todos los alumnos. K fue seleccionado joven ejemplar. Y aunque el primer año que le hicieron el proceso no consiguió el carnet de la UJC, pues le señalaron que todavía tenía que fortalecer su carácter y combatividad, en el segundo intento se metió el carnet rojo en su bolsillo.
Entonces ya nos despedíamos de la Secundaria Básica y K lo hizo con broche de oro: integrando las filas del Destacamento Pedagógico.
Después a todos nos han pasado muchas cosas. Una vez algún amigo común me dijo que a K lo habían expulsado de la escuela donde estaba trabajando porque lo sorprendieron con una alumna en el privado.
Hoy trato de componer lo que puede haber sido su vida: No creo que ande por las calles de esta Santa Clara porque algún día nos hubiéramos encontrado. ¿Estará por la capital, donde residía su padre? ¿Se habrá rehabilitado en la carrera pedagógica o ejercerá cualquier otro oficio o profesión alternativa? ¿Se habrá ido K en busca de su madre noventa millas al norte? ¿Se mantendrá firme en su elección heterosexual? ¿Sería esta una elección sincera o motivo de las presiones que ejercimos nosotros para convertirlo en un glorioso hombre nuevo?
¿Dónde está mi amigo K? ¿Se acordará de nosotros, agradecido? ¿O querrá olvidar aquellos días en que posiblemente le estuviéramos forzando a ser la persona que él no quería ser?
Son muchas mis dudas.
Yo pienso que quizás un día volveremos a encontrarnos. Pero no le preguntaré nada. Solo le miraré a los ojos, esos ojos claros y espantados de K, e intentaré sostenerle la mirada.

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