El día que La Habana entró al mar

Fotos: Yuris Nórido

Frontera natural, casi insalvable, por siglos el mar fue un territorio reservado a navegantes y a unos pocos pescadores, en su mayoría emigrantes y pobres, ya que temores y mitos limitaban cualquier contacto con las azules aguas, incluso en los más calurosos meses de verano.

Solo a mediados del siglo XIX, Puentes Grandes, el punto más elevado en el curso del río Almendares adquiriría renombre como lugar de placer y suplantaría las villas campestres de Guanabacoa. Otro tanto ocurriría con Palatino y otros puntos similares en el trayecto de la principal arteria fluvial de la capital cubana.

Pero el tiempo y las recomendaciones de algunos médicos, alterarían la norma social de los habaneros. Se cuenta que la occidental y pequeña playa de Baracoa fue el primer punto en recibir bañistas, cuya intrepidez no pasaba de mojarse hasta las rodillas.

Hasta ese momento los contactos con las aguas de los ríos quedaban reservados a lavanderas rurales y algún que otro osado, entre los que la historia incluye al padre Armendáriz, clérigo español acostumbrado a sumergirse en las aguas del río llamado entonces de la Chorrera, cuyo apellido —deformado por el habla popular— legara a la corriente fluvial habanera.

A finales del siglo XVIII y rodeados por una aureola de milagros, comenzaron a ser frecuentado los manantiales con altas concentraciones minerales. Más de un poblado cubano tuvo su origen en las márgenes de estos lugares, donde los dolientes llegaban en parihuelas procedentes de sitios distantes para recobrar la salud. Deidades católicas como San Diego, San Miguel o San Antonio anteceden desde entonces al término “de los Baños” en señal de gratitud de los favorecidos con las bondades de la naturaleza, pero el contacto mar era diferente para una sociedad conservadora y enfrentada por grandes divergencias políticas, económicas y raciales.

El encuentro con el mar llegaría marcado por la segregación y la rocosa superficie costera parcelada como si se tratara de tierra fértil. El exagerado pudor de la época y el temor a los efectos del violento sol tropical harían más privado los baños, realizados en rústicas piscinas, cavadas a golpes de piqueta y mandarria por esclavos domésticos.

Enclavadas a lo largo de la línea costera, específicamente entre la explanada de la Punta y la caleta de San Lázaro —donde hoy se levanta el Parque Maceo—, los baños privados, muchos de los cuales adquirieron carácter público tras el abandono de sus propietarios, modificaron una buena parte del litoral con marcas que, pese a las fuerzas de huracanes y “nortes”, han llegado hasta nuestros días.

Con algo más de tres metros cuadros y una profundidad inferior a los seis pies, generalmente techadas y divididas por paredes de madera, las rústicas instalaciones, con su suelo cubierto de arena, eran más parecidas a un depósito de botes que a un lugar de recreo, con la peculiaridad de que el agua entraba por unos orificios perforados en la pared frontal por temor a posibles ataques de tiburones.

Para entrar en contacto con el mar los primeros bañistas contaron con un insólito atuendo que perduraría por más de medio siglo como representación textil de la falsa moral de una época, que reservaba para ambos sexos un vestuario de playa que cubría del cuello a los tobillos, además de sombrero para los caballeros y pamelas para las damas.

Con la apertura del Vedado los baños se prolongarían hacia el oeste y nuevas instalaciones, menos guarnecidas, fueron comercializadas por prósperos comerciantes, beneficiados con la extensión del servicio de tranvías tirados por caballos.

El impacto de lo que en el primer tercio del siglo XX se convertiría en la principal playa de los sectores de menores ingresos marcaría hasta la geografía local. Una vez urbanizada y parcelada la barriada, la calle marcad con la letra E siguió siendo identificada por los vecinos como “la de los baños”, en tanto, muy cerca de las ruinas de las “piscinas” iniciales de La Punta, se bañaban los menos favorecidos.

Al paso de los años e incluso contra prohibiciones oficiales, las costas del Malecón siguen albergando bañistas de las más variadas edades, aunque mayoritariamente dominado por jóvenes y adolescentes deseosos de mostrar sus habilidades o sus osadas vestimentas, al extremo de transformar el “diente de perro” en una playa alternativa, menos atractiva, pero accesible para todos los que buscan una oportunidad para paliar los efectos del verano.

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