Esperar por Los Gallos

Mi abuelo era un guajiro obstinado aficionado a la pelota. A la pelota no. Mi abuelo era aficionado a Los Gallos. Desde que apareciera el equipo espirituano en la XVII Serie Nacional, en el año 1977, mi abuelo no dejó nunca de escuchar uno solo de los partidos. Aún cuando decidió abandonar la tierra y marcharse a la ciudad y comprarse un televisor, yo estoy segura de que mi abuelo prefería escuchar los partidos por la radio. Incluso antes de perder casi totalmente la vista. Pero solo los partidos de la Serie Nacional. Los partidos de Los Gallos. Nunca le interesaron Series Mundiales, ni Olimpiadas ni Panamericanos. Su equipo Cuba era el Sancti Spíritus.

Una temporada después de su debut, el equipo liderado por Antonio Muñoz, Osvaldo Oliva y un joven Lourdes Gourriel, se proclamó campeón de la Serie Nacional. Entonces no significó nada para mi abuelo, quien llevaba muchos años siguiendo a Azucareros. Aquella aún no era su novena. Tal vez celebrara algún jonrón, pero no sufría demasiado con las derrotas. El fanatismo vino con las ansias, crecientes durante más de veinte años, de ver a sus Gallos coronados otra vez. Su primera vez como seguidor del equipo.

Estuvieron muy cerca en el 2002, cuando discutieron la final contra Holguín, pero de aquello no recuerdo mucho más que el ponche de Cepeda con bases llenas, los errores a la defensa y los golpes continuos de mis padres a un perro de peluche soviético, ahorcado de la escalera, que había heredado de mi hermana. Y la inalterable actitud de mi abuelo. Fue cuando empecé a ver la pelota y a estudiarlo a él. Yo tenía entonces doce años.

La historia de Los Gallos es bien conocida: todos los años tienen una buena campaña. Y todos los años son eliminados en Play Off. La historia de mi abuelo con la pelota era muy extraña. No gritó nunca durante un juego, no maldijo a ningún pelotero y no saltó de su taburete para celebrar la victoria o criticar una decisión. Pero uno podía sentir la pasión en su voz al decir, “Oigan, están picando Los Gallos”, y yo le descubrí una vez la tristeza en los ojos, en el 2005, cuando Industriales nos eliminó en semifinales.

Cerca ya del final, mi abuelo fue perdiendo el interés por la pelota, o se cansó de esperar por que a Los Gallos les creciera el corazón. Aunque yo creo que se le apagaron las ganas de vivir o de ponerse viejo y depender de la gente.

Mi abuelo no vio la semifinal contra Matanzas este año. No se emocionó con el triunfo en el noveno, cuando los espirituanos perdían por cinco carreras y todo conspiró a favor de ellos: los emergentes respondieron, el contrario propinó pelotazos oportunos y le regaló la base a Cepeda para trabajar a Yuliesky Gourriel, que llevaba días sin producir y venía de ofrecer una pésima actuación en el Clásico. El estadio José Antonio Huelga ya estaba de pie, pero enmudeció. Ya nadie confiaba en ese apellido. Pero yo no había tenido el valor de apagar el televisor. Entonces salió Danger Guerrero a animar a la gente. El Yuli se dejó cantar una, abuelo, no encontró la segunda y a la tercera le dio, bateó una línea al right field que nos daba el empate y los dejaba en el campo, abuelo… Allá era como si hubiéramos ganado el campeonato. Poco importó que días después la historia nos pasara la cuenta. En aquel momento fuimos campeones. Mientras tanto seguimos esperando.

Mi abuelo se llamaba Juan Ramón Hernández. Y Gómez, diría él, y murió el pasado cinco de agosto a los noventa y seis años. Nunca pudo ver a Los Gallos ganar la Serie Nacional. Nos pasó ese sabor ácido de las cosas inconclusas que le llenó la boca durante más de treinta años, y el compromiso de no apagar nunca la radio o el televisor hasta el último out. Y la esperanza siempre, claro. Pero ya la gente está hastiada de esperar, abuelo, y a veces uno siente que las ganas se van esfumando, y las posibilidades disminuyen. Uno tiene la certeza de que este año, cualquier año, por más que nos cueste admitirlo, tampoco va a ser el año de Los Gallos. “A lo mejor va y pican, mija”, me parece escucharlo…

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