Infantes de una Gibara difunta

Como ese Martí que rinde tributo al tótem de la libertad latinoamericana frente a estatua de Bolívar, yo (salvando distancias), apenas pisé la tierra de Gibara, en Holguín, (polvo de camino mediante) pregunté por la casa de Guillermo Cabrera, Infante para una Habana difunta, que nació sin embargo, al oriente de Cuba.

No pensaba llorar como el Apóstol ni estremecerme frente a la imagen de mi héroe. (Guillermo, un verdadero Caín, rindió honores de otro tipo a sus propios ídolos, a sus mismos amigos, muertos ya, en Vidas para leerlas). Quería más bien conocer su casa, y completar —si tenía mucha suerte— momentos de sus primeros años… chismear un poco con algún conocido suyo.

Pero después de preguntarle a los primeros gibareños que encontré, descubrí que no solo sería difícil tropezarme con algún conocido, sino incluso con alguien que lo conociera, que tuviera nociones de que allí vivió un hombre llamado Guillermo Cabrera Infante, escritor cubano de prosa rumbera con cierto almidón periodístico y amante empedernido de La Habana.

Caín buscaba La Vana en cada golpe de máquina, el español habanero, las mujeres y la literatura habanera. Sin embargo, quizás por cercano, nunca he buscado el solar de Zulueta 408 donde él y su familia terminaron dando con sus huesos durante los primeros tiempos en la capital. La obsesión por arañar sus recuerdos con La Vana, terminan llevándolo a uno a esa puerta entreabierta apenas de su niñez en Gibara. Pero he aquí que su pueblo natal, despreciado por él frente a su segundo nacimiento, también desdeñoso ha decidido olvidarlo.

Poco a poco, algunos de los que bajaron la guagua conmigo se fueron sumando a la búsqueda, y apareció un improvisado guía que nos hizo desfilar por la Calle Real, donde mi memoria (a veces titilante) me decía que vivieron los abuelos de Caín. Nos detuvimos en una desierta Casa de Cultura para tirarnos fotos y contemplar los rezagos de un lujoso patio interior y sorber un poco del glamour pasado de lo que fue un club social.

Alguien invocó allí el recuerdo de un Humberto Solás que despertaba a gritos de vida, de puro cine pobre, el adormilamiento de pueblo. En algunas calles de Gibara su figura nos asalta en toscos retratos, testimonios de un profundo amor compartido solo entre él y un extraño Jesús que también se asoma en algunas puertas, un Jesús de relieve cóncavo, que donde quiera que uno se pare parece mirarlo. Son varias las casas que rinden homenaje al mesías judeocristiano, y al director de Miel para Oshún.

Nuestro guía, nativo abatido, terminó desembarcándonos frente a una anodina casa, gris para más seña, que dijo pertenecer antaño a los Cabrera Infante. Todos, que éramos unos cuantos ya, nos desinflamos. No había —ni hubo— forma de que un color, un pedazo de pared de aquellos, el marco de la puerta, se nos quedara grabado en el recuerdo, de tan comunes. Eran la insignificancia echa hogar. Nos cruzamos en silencio fúnebre con la mirada sorprendida de una mujer con rolos. Imagino su alarma al descubrir, mientras le daba a los pedales de su máquina de coser y conversaba con la vecina, una manada de ojos devorando solemnes el interior de su casa.

Después de unos minutos (literalmente ese tiempo), decidí acercarme y preguntar. No había viajado tan lejos para irme así. La señora no sabía quién era el tal Guillermo, pero su abuela, que apareció oportunamente, sí había conocido a los Cabrera Infante y para sorpresa de todos aquella no era su casa natal. Ya sé lo que se siente que a uno le den gato por liebre (a falta de liebre con qué enmarañar y en vista de la polisemia doméstica que el gato ha tomado en las últimas décadas). El guía en su conversación con la anciana probó ser lo suficiente capaz para llevarnos a la nebulosa morada de Caín. Y allí seguimos, loma arriba, mientras algunos comenzaban ya a preguntarse en qué cima de montaña había nacido el escritor cumbre, premio Cervantes, y único novelista del castellano bajo el reinado de Isabel II del Reino Unido, donde murió.

Finalmente: la casa, ahora dividida en dos, continuaba siendo una insignificancia, significativa solo porque guardaba el primer recuerdo erótico de Caín. Quizás continuaba allí “el excusado mismo en que mi abuela me sorprendió con mi prima de ojos verdes cinco años atrás, precoz, casi obsceno”, según cuenta en su Habana para un infante difunto. Ese excusado donde se masturbó por primera vez sin pudor, excusado con la excusa de bañarse.

La verdadera sorpresa llegó a paso lento y fue bajando la loma hacia nosotros. Aunque alguien sensato advirtió que no podíamos caerle en tropel, al final lo hicimos. Como lentos cocodrilos fuimos rodeando a Marina Cabrera, prima de Guillermo y hermana de esa otra prima, primeriza como él, inmortal ya gracias a esa circunstancia. Era una mujer con cara de muchos años, pero incluso en el temblor de su voz, y en la mesura que uno ensaya siempre frente a los desconocidos, dejó asomar ese vivo rencor que parece correr en la genética de la familia, porque Guillermo no lo esconde tampoco.

Así entre indiferente y dolida nos hizo ver que no conoció bien a su primo, ido a destiempo para La Vana… y que tampoco tenía mucha noticia de su propia hermana, criada en la capital junto con él y demasiado engreída para su gusto gibareño, jíbaro. Supe, por su mirada, que no sabía, que todos allí sabíamos de esos amores mal pactados de Guillermo con su propia carne, que todos sabíamos excepto ella. Habló poco, y antes de perderse en una nube de polvo, en alguna puerta gris de ese pueblo que Caín nunca recordaba, Marina Cabrera confesó que su hermana vivía (o estaba enterrada) en algún lugar de Pensilvania, en Estados Unidos; pero ya no mantenían contacto. Algo habrá pasado en aquella Gibara, que continúa revolviendo la memoria de esos infantes, difuntos.

Marina Cabrera
Marina Cabrera
Salir de la versión móvil