Los adultos nada saben

Fotograma de El Chicuelo

Fotograma de El Chicuelo

Mi abuela Ana era el último recurso. La sujetaba tan fuerte como puede un niño a sus cuatro años. Y me la llevaba, a rastras casi, por todo Agustín Cebreco, toda Avenida de Los Maceo, todas aquellas calles, hasta la terminal.

Era mi manera de llevarme los juegos, los dulces, los abrazos. El camino se volvía pesado. El sol se me apagaba. En San Luis, encontré a los hermanos que nunca tuve. Me aferré a ellos. Mis primos me salvaron de la tristeza del niño solo. Del egoísmo.

San Luis era mi tía Georgina. La creía inmortal. Iba de aquí para allá, sin cansarse nunca, repartiendo cariño y comida a manos llenas. De haber podido, hubiera cobijado al mundo bajo su ala.

San Luis era el caramelo dorado por mi tía Nena. Detrás de las casillas, después de la vía férrea, vive aún. Me vestían de pantalones largos, me peinaban con esmero para ir a verla. Y allá se iba el niño bueno. Daba pena vaciar el pequeño plato: las natillas de mi tía Nena olían a ternura.

Habría que decretar un día para las tías. Las de verdad. Y barrer de una vez la ligereza de algunos, que utilizan el término para bautizar a la primera dama que sale al paso.

San Luis era la excursión de toda la familia hasta el monte. La tierra ancha y sin límites se abría ante nosotros. No sé qué tenían aquellos caminos que hasta a los más viejos se le escurrían los años.

Pero, era la hora del regreso. Los regresos son terribles. Y cuando mi abuela ya ponía el pie en el escaño de la guagua, tímidamente, y la veía quedarse atrás, la desesperación me calaba los huesos:

―¡Abuelita, abuelita! Sube, que te quedas, ¡sube!…

Media terminal salía a ver al niño que gritaba.

―Móntese, señora, móntese… decían algunos.

Mi abuela subía, sin poderlo hacer. Siempre ensayaba una sonrisa, la mejor que tenía…pero se desmontaba en la primera curva, y me convertía en el niño más desolado del mundo. Yo era El chicuelo, sin haberlo visto nunca.

Todos eran cómplices. Todos la veían bajar, pero yo sabía que no era ella, que no eran sus pasos, que no era aquel punto perdido en el relumbre del sol. Los adultos nada saben: mi abuela siempre se iba conmigo.

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