Noches blancas

I

Víctor era maricón pero nadie le puso un solo nombre de mujer. A nadie, dijeron después, se le ocurrió proferir nunca un chillido como Vicky o un alias tan enfáticamente cortesano como Victoria. Víctor arrastraba las piernas largas y huesudas a uno y otro lado del barrio, a uno y otro lado del paradero y la gente se quedaba mirando como había salido blandito el hijo de María, porque no estaba bien eso de andar criando siete hijos en estos tiempos, antes no pasaba nada pero ahora la vida es distinta y aunque uno no quiera se descuida y algo acaba por salir mal. Víctor, que era maricón, dejó de serlo el día que lo mataron delante de todos nosotros, los chiquillos del barrio, porque ese día Víctor se volvió un hombre y montó bañado en sangre en el alfa de la policía y cuando llegó al hospital no dejó que ningún camillero se le arrimara, caminó dos o tres pasos con las rodillas temblorosas hasta la entrada de emergencias y se desplomó en el piso como una fiera abatida.

Esa fue la historia que recorrió Cienfuegos entero, un pájaro de carroza que vivía en un solar allá por el antiguo paradero de trenes con la madre y los hermanos, y con un marido borracho y celoso también. Un tipo que tomaba cada dos o tres días a lo sumo y que le encendía el pellejo al cándido Víctor por el primer escote. Y me iba a llevar algún tiempo advertir cuánto pueden desgajarse o inflamarse las palabras en una sola articulación de la boca, eso y que la muerte, la forma en la que uno decide morir cuando le es posible, no guarda ninguna relación con la forma en la que uno arrastra las piernas o menea las nalgas. Pero para ese momento, para el 28 de marzo de 1994, yo tenía apenas seis años y solo podía correr con los otros chiquillos hasta la esquina para ver cómo acuchillaban a Víctor.

II

Ya nadie conoce esta zona como el paradero, pero el paradero de trenes cerca del muelle fue, durante largos años, zona de tolerancia, de putas mal alimentadas, de solares ocupados por mujeres resueltas que ponían el plato de comida delante de sus padres y sus hermanos mientras desempercudían la sábana sofocada por algún marine yanqui que no llegaba a los veinte. Después el paradero se trocó en zona de hijas de putas, matronas ya viejas que custodiaban el buen nombre de su descendencia trabajadora, integrada, mujeres nuevas que se convertirían a su vez en madres de muchachitas que iban a recordar, llegado el momento, los lances sepultados de sus abuelas, que encontrarían algún billete roído de dos dólares en el resguardo ácido de aquellos pechos. Y cuando los padres y los hermanos volvieron a quedar desprevenidos ante el contorno brusco del  hambre que reposaba sobre los platos, las muchachitas del paradero apretujaron los resguardos de las madres de sus madres entre los senos recién formados y esperaron la noche.

Y en el medio de ella salieron esas fieras prematuras a desandar las calles, a ir oliendo el rastro sudoroso de extranjeros pobres, a lamer el pus del deseo ajeno. Se encubrían todas bajo la misma vestidura, el mismo mono enterizo a rayas blancas y azules o blancas y rojas que les ceñía el cuerpo descarnadamente. Asomaban las rayas cerca de las doce al amparo de las calles oscuras, pero a veces, mientras iban avanzando en grupos de cinco o seis para alcanzar la esquina del barrio y abalanzarse sobre el aliento provinciano de aquellas avenidas, alguien ensartaba una linterna en sus rostros, en el rostro de alguna, de cualquiera de ellas. Entonces uno podía ver cómo sulfuraban los ojos de la fiera y se revolvían en la necedad de aquella luz, y cómo se enterraban en el abrigo de la manada, que apuraba el paso para sacudirse la turbación.

III

Si uno es cubano y ronda el cuarto de siglo, entonces podría atreverse a decir que franqueó el limen de la conciencia en pleno apagón eléctrico. Y es posible que una noche de conciencia entrañe, a simple vista, una extravagancia o una reiteración lamentable. Pende de poco la fisura, lo mismo que dejar los dedos de los pies fuera de la sábana mientras tu madre sacude una penca para espantar los mosquitos lejos del catre que te ha acomodado en la acera. Yo nací en el año 88 y no tenía más de tres años cuando arreciaron las noches cerradas de Cuba y no podía y no debía explicarme nada. Yo iba metiendo la cabeza en el mundo y me iba gustando lo que veía a la luz de una chismosa o de un quinqué chino en el mejor de los casos. Y en lo que el sueño se desplomaba sobre nosotros abríamos con fuerza los ojos para distinguir el trazo de la gente que se gritaba cosas de uno a otro lado de la acera, de los que entonaban algo para azorar las horas. Así fuimos midiéndonos el timbre de la voz y aprendimos a reconocernos en medio de la oscuridad. Porque si uno anda a ciegas más tiempo que el necesario fortalece, quién no lo sabe, otros sentidos, y la luz, cuando vuelve, si vuelve, no hace sino inundar molestamente las cosas.

Inundar de perplejidad el soliloquio de tres y hasta cuatro horas. Estropearlo. Y luego no se llega a ensartar nunca más conversaciones tan largas con el entendimiento propio, porque claro, a uno le deja de importar lo que tiene que decirse sobre cualquier cosa. Lo externo no solo pierde el cariz de lo insólito, sino que lo insólito en sí mismo se revela común y uno descubre que sin el asombro se puede hacer muy poco. Y el único amparo, el que se palpa en la penumbra con el rostro volteado hacia adentro, se trastoca pronto en campo violentamente minado.

I

No podría, aunque quisiera, decir que era hermoso. Yo tenía exactamente la edad que he dicho y no alcanzaba, aunque me esforzase mucho, a encontrar belleza en aquellos shorts cortos y raídos desde los que se desparramaban las venas duras como troncos secos en una helada, en el rostro alargado y macilento, coronado por un pelo negro que caía escaso sobre los hombros. No podría dar más detalles, eso es lo único que recuerdo de Víctor, pero  después, con el tiempo, me fui fijando un poco más en la madre y en los hermanos y llegué a pensar que, alejado de lo somático, debió haber poseído alguna clase imprecisa de atracción, porque a mí me gustaba oírle la voz desde que venía doblando la esquina de su cuadra y se iba internado en la mía y empezaba a pregonar no recuerdo ya qué cosas. Su propia muerte quizás.

II

Nora era una fiera prematura y bajita, corta de estatura quiero decir. Nora vivía con Manolito, que era su marido y mataba puercos y mata puercos hasta el día de hoy y vivía con Yunier, que era su hijo. Nora era doce años mayor que yo, aunque a mí me parecía que lo era mucho más. Pero eso no era tan grave, lo grave era que Nora, desde entonces y hasta el día de hoy, es doce años mayor que Yunier. Un nombre tan teatral, gritaba Víctor, un nombre tan teatral Nora, y que te pases el día calentando agua para despellejar puercos con ese chiquillo montado en la barriga.

III

De dos lugares comunes no escapa la nostalgia: del que la manosea y del que la niega por manoseada. Y lo cierto es que en Cuba han sobrevenido otras épocas, infinitamente más cortas, de apagones eléctricos. Pero son apagones que no dicen más allá de lo que su forma misma anuncia, que no logran enmascarar nada, que no seducen. Apagones que uno enfrenta con un ramalazo de ira, que irrumpen deliberadamente en el curso de las horas, que las rajan sin alcanzar a echarlas a andar a su favor.

I

Nadie en Cienfuegos habló ni antes ni después del problema del agua, solo en el paradero supo la gente cómo habían sido las cosas. Un crimen pasional se puede explicar siempre mucho mejor pero la verdad es que el solar era estrecho y el agua llegaba solo un rato a una instalación dispuesta en el centro del patio donde hacían cola los vecinos para llenar sus vasijas. Y Víctor, que rondaba para ese entonces su propio cuarto de siglo, empezaba a transitar el hastío de las esperas ciegas. Por eso apartaba cada tarde todas las otras cubetas y ponía la suya debajo del chorro delgado hasta que corría por el suelo y le enfriaba la planta de los pies.

Y el 28 de marzo de 1994, en suma, Víctor levanta la manguera del suelo y ve al vecino de al lado, una buena persona, hubiese dicho a cualquiera que le preguntara por él, que contorsiona la boca como quien trata de arrancarse un ruido, ve un poco más allá el espectro lóbrego de la mujer del vecino y piensa sin querer en Nora, un nombre tan teatral, piensa en que queda poco para que caiga la noche aunque la noche cayó en el solar hace horas, no mira atrás pero sabe que atrás el marido espera con la camisa abierta y sudada dentro del cuarto a que concluya esta tarde. Entonces, de súbito, cuando todo está a punto de terminar, en el instante exacto en que Víctor resuelve enterrar la manguera en la cubeta del vecino sin haber llenado la suya, un aire espeso atraviesa el pasillo del solar -el pasillo en el que están él, las cubetas, el vecino, la mujer que sostiene ahora algo entre las manos en la puerta oscura de la casa del vecino, el marido reclinado ya sin camisa contra la pared pegajosa de la salita del cuarto de Víctor- y le desgarra un fleco del short que se escurre sobre el muslo huesudo y se asfixia en el charco de agua. Cada uno lo ha decidido hasta donde ha podido, piensa Víctor mientras la hoja del único cuchillo que usa el vecino para pelar las papas, los boniatos, para dividir en dos cada bistec de puerco que vende Manolito, se hunde ligero en su abdomen. El cuchillo rehíla y vuelve a la luz agónica del solar en el puño de su dueño, que lo estruja como quien ofrece una masturbación pública, sin sentir aún el escozor de la sangre que le resbala por la mano hasta el codo, mientras Víctor permanece blanco y duro como un monumento.

II

El mono enterizo a rayas, cuidado con el celo de un uniforme, terminaba en la comisura blanda del muslo y se exhibía junto a otros monos en la tarde, en las palanganas con olor a jabón de bodega que circulaban de una casa a la otra. Y cuando se iban acercando las doce de la noche, el mono recién lavado entraba en el cuerpo como entra un hombre a aguardar en la casa de un desconocido. Pero ese día, claro, los monos quedaron colgando en las tendederas bajo la llovizna fría que humedeció el paradero.

III

Fue el vecino mami, Yunier lo vio y dice que fue el vecino. Mi madre asoma la cabeza desde la puerta, yo la asomo debajo de ella y veo a la gente correr aún de un lado a otro, veo los puercos que permanecen serenos con las patas amarradas como si hubiesen entendido que no habrá matanza por hoy, veo a Manolito desatarlos y entrarlos con apuro en la casa que se ha hecho oscura, mientras el alfa de la policía, un lada viejo y sucio, chilla gomas en la esquina. Entra ya, dice mi madre y me empuja por los hombros, que parece que la oscuridad hoy es para largo.

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