Paisaje lunar

Calle violada

A la calle Z le ha nacido otro bache. Un bache hermoso, de bordes irregulares y quebradizos. Una oquedad perfecta, digna de una perfecta torcedura de pie izquierdo. Mojada aún en su líquido amniótico es solo una pequeña heridita en el escaso asfalto, pero todos saben que crecerá y se convertirá en un flamante hueco.

Nadie supo a ciencia cierta cómo sucedió. Todo parecía indicar que ya nunca más daría ese mal paso. La última vez los doctores dijeron que  tal cosa no volvería a pasar, que con los métodos anticonceptivos correctos ella, la humilde Z, no traería más baches al mundo.

Pero allí estaba, todavía con dolores, contemplando a su  nuevo    cráter, como quien mira al firmamento en noches de luna llena y aun sabiendo que es inhóspita, distante y fría, le parece bella.

Luego la pitonisa del barrio dijo que sabía. Por casualidad estaba despierta a la hora en que, de madrugada, dos malhechores violaron a Z. Confesó que tuvo miedo de su propia vida y que por eso no avisó a nadie. Parecían muy rudos y, aunque la luz de neón iluminaba toda la esquina, no pudo identificarlos. Llevaban un pico, una barreta y una pala.

Y Z ni se quejó, ni un lamento, ni una súplica. Soportó en silencio cada golpe, cada insulto. Cualquiera diría que estaba acostumbrada.

Después lloró. Cuando el pico abrió la primera grieta ella comenzó a llorar. En realidad ya lo hacía antes de que le causaran daño. Un manantial corría por sus entrañas desde el anterior alumbramiento. ¿O fue el otro?, ¿o el otro?…

Su pena era vieja, ya ni recordaba cuándo fue la primera vez que sintió la humedad rompiéndole el cimiento, calándole hasta la piedra caliza, mojando la tierra primigenia, aquella que no conocía de asfaltos ni concreto.

El último doctor aseguró que había detenido el llanto. Aquel vendaje negro debía ser suficiente, pasarían años antes de que se volviera a deshacer en lágrimas. Pero se equivocó. Y ahí estaba Z, con el vientre abierto, después de que dos hombres rudos la ultrajaran y le quitaran la poca dignidad que le quedaba.

Si en el nombramiento de las calles de la comarca hubieran utilizado números quizás le habría tocado el dos o el cinco, pensaba a menudo. Estaría a la entrada, cerca del parque, y los niños patinarían y los habitantes de otros reinos admirarían su belleza. Pero para entonces se puso de moda utilizar el alfabeto y el resto de la historia se puede adivinar.

La pitonisa no lo dijo, pero Z vio cómo los violadores se transformaron, luego, en curanderos. Trajeron el mismo vendaje negro e hicieron las mismas promesas de eternidad, rellenaron a medias y se marcharon. Sintió que seguía húmeda, mas no pronunció palabra. Solo quedaba esperar y en eso ella tenía experiencia. Había esperado tanto…

Por las noches Z cuenta a sus hijos, baches hechos y derechos algunos, otros apenas comenzando a crecer. Mira al cielo y fija la vista en la esfera blanquecina que rige las mareas y las cosechas, y se pregunta si algún día  ella será tan inhóspita, distante y fría como para que le cambien el nombre y la gente empiece a llamarla Luna, por aquello de los cráteres que le siguen naciendo.

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