Al mediodía

Mapa de Angola

Después del almuerzo, en las vacaciones, hacía falta un recurso potente para hacer que mi hermano y yo durmiéramos. Mi abuelo siempre decía que la siesta era tan importante como la alimentación. Dos o tres horas de sueño hacían que el cuerpo se revitalizara. El recurso del viejo era la narración, nos convencía de que ocupáramos el espacio vacío de su cama y miraba al techo, hacía un largo silencio y comenzaba a contar.

Yo admiraba su imaginación, esa capacidad para tener a la mano todos los detalles para que todo coincidiera y llegaran finales inesperados. Luego fui creciendo y fueron esas historias las que comenzaron a hacerse reales, como si toda imaginación partiera de la realidad y se convirtiera en una verdad como un muro de concreto.

El viejo no escatimaba en escenas crudas. Mi hermano se quedaba dormido después del comienzo, pero yo siempre quería llegar al final. Hacía muchas preguntas para tratar de desestabilizarlo pero siempre las rebatía con elegancia.

Así, algún mediodía caliente, en pleno verano, hubo una historia que me dejó mudo… Los cuentos de Caro eran una clase de lo que nos esperaba en la vida, los peores horrores o los momentos de más divina felicidad.

Aquella era la historia de un amigo, a quien había adoptado como a un hijo, porque tenía una amistad entrañable con la madre del muchacho. Yo lo nombraré Jesús, pero así no se llama.

Jesús era un hombre alto, fuerte y ancho de hombros. Con todos los músculos definidos por su constante entrenamiento en artes marciales desde pequeño. Eso siempre le gustó. Mi abuelo lo acompañó a algunas competencias y celebró con él más de una docena de victorias. Su padre misteriosamente no existía, y si existía jamás tuvo la mínima preocupación por ser padre.

Por suerte Jesús contaba con el apoyo de mi abuelo, que viajaba dos horas para ir a verlo cada vez que podía.

Cuenta el viejo que Jesús era un hombre de acción. Un hombre muy noble de armas letales. Se hacía respetar sin hablar y era muy buen amigo, leal como perro alano.

Todo comenzó el día que lo fueron a reclutar para el servicio militar. Los tiempos en que Angola trataba de liberarse de colonialismo y Cuba decidió asesorarla.

El teléfono de casa sonó, mi madre respondió y enseguida le dijo a mi abuelo que era para él. Del otro lado de la línea la madre de Jesús lloraba porque su hijo había aceptado irse a una preparación para luego partir a África, a la guerra. Quería que mi abuelo lo hiciera entrar en razón, porque era único hijo y sostén de su madre. Pero mi abuelo sabía que Jesús necesitaba un lugar para poner en práctica toda esa energía, sabía, aunque pusiera en consideración el cariño que se tenía él y el muchacho, que su decisión sería inamovible.

Le pusieron a Jesús al teléfono y en contraste con el dolor de su madre, el muchacho tenía una contentura desesperada. Angola sería el lugar perfecto para hacerse un hombre de bien.

“No te preocupes tío –le decía a Caro- esa gente merece tanto la libertad como cualquier ser humano en el mundo”. Y mi abuelo solo optó por soltarle un: “Pero cuídate mucho mijo, que la guerra es muy cruda. Escríbeme…”.

Durante seis meses estuvo Jesús preparándose en un lugar secreto. Demostró ser un soldado de élite y lo seleccionaron para un batallón de “Destinos Especiales”, que tendría misiones muy peligrosas.

La primera carta que recibió mi abuelo estaba fechada el día antes de su partida hacia el África. Le contaba que había conocido a un amigo, cuyo nombre no era Pedro, pero llamémoslo así. Casi al final de su carta había un fragmento que decía: “Este amigo y yo nos hicimos un juramento: si uno cae, el otro tendrá el honor de regresar con sus restos a Cuba, para descansar en la paz de la Patria”.

Caro miró al cielo y respiró profundo, como si fuera la muerte y no aquel avión quien comenzaba a llevarse a Jesusito.

Y seguían llegando al menos dos cartas durante los siguientes ocho meses. “Tío hoy nos comimos una gacela, sabe igual que el venado… Tío aquí los hombres no trabajan y tienen muchas mujeres… Tío, muchos niños se mueren de enfermedades que se curan con una aspirina, hay mucha pobreza, es increíble con lo hermosa que es esta tierra y la cantidad de recursos naturales que tienen… Combatimos con tropas de la UNITA, son unos asesinos despiadados”.

El cartero y mi abuelo hicieron amistad durante ese tiempo, las cartas para mi abuelo tenían prioridad.

***

Pasados diez días de su primer año en Angola, a Jesús y su unidad los enviaron a una misión por el Sur. El helicóptero los había tirado en algún lugar cercano a Cunene y a la frontera namibia. Esa sería la última misión antes de salir de vacaciones a Cuba. Todos estaban contentos de que pronto llegarían, a ver a las familias y a los viejos amigos.

Una aldea estaba siendo asechada por tropas de la UNITA. Debían estudiar la situación y causar algunas bajas mientras llegaban las demás fuerzas con armamentos pesados. Era rutina para Jesús y para Pedro, su amigo que era francotirador y nunca fallaba. Operaban de noche, de día dormían. Eran casi indetectables, hacían tanto mimetismo con selva y desierto que no podían localizarlos.

Pero a veces si existe el mínimo detalle de que las cosas salgan mal, saldrán mal, según Murphy y su ley de la galleta con mantequilla. La tropa de unos 15 hombres fue emboscada. Al mediodía. Estaban descansando. Despertaron bajo fuego enemigo, morteros y balas que zumbaban en los oídos.

Pedro pudo eliminar a cinco hombres, cada vez que acertaba hacía una seña a Jesús. La última seña fue para anotar su propia muerte. Estaban tendidos y Pedro se apagó suavemente. Un balazo le entró por la charretera para atravesar el cuerpo desde la clavícula hasta la espalda baja.

Jesús no tuvo más opción que huir con su amigo en hombros. Se adentró en un pedazo de selva y así comenzó su odisea en busca de la frontera.

Días y noches caminando, sobreviviendo con un cuerpo en descomposición. No podía abandonarlo. Con el cargador que le quedaba mató más de dos exploradores que le seguían el rastro, tres hienas hambrientas que seguían el olor de los restos y un mono araña que le sirvió de alimento.

El séptimo día lo subió a un árbol, donde los animales no pudieran alcanzarlo, estaba cerca de Namibia, allí estaba la ayuda. Bajo aquel árbol, cuando el sol se alzaba en su cenit más caliente, decidió descansar un poco. Apenas hubo cerrado los ojos y de repente lo despertaron el sonido de fusiles AKM cargándose, y las órdenes en portugués de que no tocara el arma.

Uno de ellos vio su uniforme, solo los cubanos usaban las botas aquellas. Era jefe y ordenaba que bajaran las armas. Le explicó que lo andaban buscando hacía días, que no sabe cómo pudo caminar tanta distancia. Le preguntaron por su amigo y este señaló hacia arriba. Jesús había estado a punto de suicidarse.

Hasta aquel lugar en medio de la nada, como algo divino, llegó un helicóptero pilotado por un cubano, que los llevaría a los dos, al vivo y al muerto, no podían separarlos porque Jesús se ponía frenético y gritaba.

Pocos días después trataron las leves heridas de Jesús y congelaron el cuerpo de Pedro. Los enviaron juntos a Cuba, con medallas en el pecho por el valor.

Hasta que Jesús no enterró a Pedro en su panteón familiar no volvió a respirar con tranquilidad. Luego vinieron una serie de ingresos en hospitales siquiátricos que lo dejaron como un niño, que pensaba y jugaba con los demás pequeños de su barrio.

No hubo más cartas. Mi abuelo lo supo todo por aquel piloto que también visitaba al guerrero con frecuencia y alguna vez coincidieron en su casa.

Cuando yo tenía 12 años mi abuelo me pidió un puñado de bolas para regalárselas a un niño grande. Tanto insistí que me llevara con él a su viaje que al fin lo convencí. Llegamos al mediodía a una casa y nos recibió una señora mayor. Ella señaló con la cabeza al patio trasero. Mi abuelo tomó mi mano y con la otra las bolas.

Había un hombre alto, fuerte y de anchos hombros en el suelo, como un niño, concentrado tirando bolas a un pequeño hoyo. De espaldas tenía muchas cicatrices pero dio la vuelta con una sonrisa al ver que había llegado mi abuelo. Corrió a abrazarlo, y mientras le daba su regalo me presentaba:

“Jesusito, este es mi nieto, dice que quiere ser periodista”.

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